Chigüirito cansado

¿Qué es lo que amo?

No puedo dormir. Me fui a la cama a eso de las doce, pero no he terminado de perder la conciencia. Vengo de hacerme una insalubre picada nocturna (unas grasosas papas fritas), y de poner el agua para una manzanilla (para hacer como si compensara). La verdad es que algo ha agitado mi mente tanto como se me ha abierto el apetito. ¿Habrá sido la caminata en busca de empleo, que terminó en una linda parada a un parque abarrotada de perros, la luz de la vida? Ciertamente me dispuso: llegué cansade a mi casa, pero también más despejade de mente. Ya después en el curso corriente de mis distracciones, me topé en internet con un video que discutía la relación entre dos actividades que me interesan: los juegos de rol (los de sobremesa) y la escritura. En él le videógrafe narra su experiencia con dichos juegos y cómo su experiencia al jugarlos ha informado su escritura, exponiéndole a las muchas posibilidades inesperadas que aguardan en toda historia, causadas por las diversas interpretaciones de cada jugadore (que es a la vez actore y espectadore). Vi el video con una sonrisa, en parte por la emoción que transmitía la narración, y en buena parte también porque me evocaba mi propio entusiasmo, hacía tiempo desatendido. Seguí con otros dos videos de la misma persona: en uno critica la serie animada La leyenda de Korra, y en el otro describre a grandes rasgos una historia alternativa a la que fue contada en su segunda temporada, con el fin de corregir ésta (hipotéticamente). Después de esto, y rompiendo con mis patrones regulares (tan insalubres como mi bocadillo de medianoche), decidí apagar la computadora e ir a la cama.

Como dije, no pude dormir, y en cambio pasé casi la hora entera que estuve acostade pensado sobre mi interés en las historias y sus mensajes. Entrelacé esta reflexión con algo que por casualidad leí esa misma noche en la entrada de un blog sobre Nietzsche, quien dijo en su ensayo Schopenhauer como educador algo así como que al espíritu joven, para encontrar su camino en la vida, tiene que preguntarse ¿qué es lo que amo?, ¿cómo se relacionan y afectan las cosas que amo?, así como darles orden a esas cosas, darles vuelta, escudriñarlas, pues, y encontrar en ese orden dado el propio camino que se ha estado recorriendo lenta e inadvertidamente. Esto es lo que interpreté, cuanto menos, y no me atrevo a aducir que sea la interpretación más adecuada; pero lo cierto es que cuando me puse a reflexionar brevemente sobre el asunto, tras de haber visto los videos que ya mencioné, llegué a conclusiones que ya había llegado a entretener antes, pero que ahora me servían de fresco oasis en lo árido de mi vida presente. ¿Qué amo?, me pregunté, y con fuerza se asomó la amistad, cargada de bellos y nostálgicos recuerdos de caminatas, miradas, conversaciones, abrazos, y del fuego que al compartirlo aviva las ideas y realza la realidad. (Pero debo admitir que más que a la amistad amo a mis amigues). Las otras cosas que amo son escribir, estudiar, y enseñar, en ningún orden en particular. Al ver estas cuatro cosas me doy cuenta de que las últimas tres son funciones de la primera. Si se me permite igualar la amistad y el amor (y esta igualación me parece que aproxima al uno y al otro concepto a sus sentidos más propios), puedo decir que estudio motivade por el amor, no sólo por lo estudiado, sino por las otras personas: en primer lugar por mis amigos, porque el estudio hace la conversación más rica; y por el resto, porque bien creo yo que se puede llamar amor al compromiso que siento tener, unas veces más que otras, con los demás individuos con quienes comparto la condición humana. (¿Y por qué no también amor por mí misme?)

El escribir y el enseñar son más bien pasos que tanto constituyen parte del proceso de estudio y aprendizaje como resultan de él, y conducen a su vez al objeto primero de mi amor. Y si algo comparten la escritura y la enseñanza (y, acaso, el dirigir un juego de rol) es que le ponen a une en la posición de narradore ante una audiencia, a la vez que le exponen al escrutinio, a la crítica, al intercambio de ideas, que constituyen quizá lo más crucial de dicha posición. Tejer narrativas (cobren la forma de argumentos o de historias), es siempre tejer con los hilos de otres; y los textos que resultan están siempre incompletos, y quedan (quiérase o no) expuestos a las punzadas de quienes los vean. ¿Y cómo no entusiasmarme cuando imagino que entretejo mi enmarañado parche en el variadísimo tapiz de la cultura? Y aun más, ¿cómo no sentir emoción ante el prospecto de ayudar a azuzar una idea durmiente, o de colorear un rincón de una imaginación ajena a mí? ¿Pero no es acaso algo así lo que también me emociona en la amistad? Compartir, debatir, jugar, colaborar: ¿qué es todo esto si no el querer tejer historias, pero con recuerdos en vez de símbolos? Y no olvidemos que hay símbolos en los recuerdos, o quizá los recuerdos sirven de símbolos. ¿Y en qué consiste mi compromiso político, si no en querer construir junto a las otras personas la libertad de cada quien de dar forma y color a su vida como guste? ¿No es esto amor, aunque consista en amar al amor mismo?

Una maraña

Me constituye el deseo; reconocer esto significa para mí el inicio del entendimiento de mí mismo. Creerme un ser de deber me aliena porque me aleja de mis deseos que son espontáneos por naturaleza. Pero temo al deseo: me temo, pues. ¿Pero cómo sé que soy mis deseos? Porque pienso en mi felicidad y en mi libertad, y pienso en perseguirlos. Libertad es desear y hacer en pos del deseo, y la felicidad viene, acaso, de esa libertad. Este es el deseo porque lo que da la felicidad es lo que nace de une; nadie puede imponer ni el deseo ni la felicidad, por más maleable que aquél sea. Que conste que no pretendo argumentar, sino describir; trato de dar pinceladas que bosquejen los collores de mi alma, por decirlo de alguna manera. Lo despierto y lo atento son lo propio de lo libre y espontáneo: la mente se fija con gusto en lo que le causaplacer, pero no así en lo que no le interesa, a menos que intervenga un gran esfuerzo de la voluntad. Trabajo en un empleo motivado sólo por el deseo de sobrevivir y por el miedo de quedarme pobre y hambriento (si no muerto). La mayor parte de mis vínculos se ven mediados por el dinero — es decir, por mi trabajo y por la condición actual de mi subsistencia. Cuanto más debo menos libre soy porque más dependo de la labor enajenada, del tiempo que vendo a otro renunciando a mi deseo, con el fin de sobrevivir y de tener bienestar y seguridad. Entonces la esfera de la supervivencia crece y se hace no sólo fundamental sino también final; y la esfera de la vida se reduce y yse vuelve periférica, secundaria. Se trocan los fines por los medios, la realización de la felicidad y su condición de posibilidad. El ocio se vuelve entretenimiento, el negocio se vuelve trabajo. Es interesante notar que al negocio entre las clases dominantes de la antigua Roma se lo consideraba en cuanto que negación del ocio (neg-otium). Es decir: trabajar es lo que haces cuando no estás haciendo lo que quieres. Hoy el papel se invierte en los hechos y en los términos, porque nosotros concebimos el ocio como entretenimiento o distracción. Nos entretenemos mientras no trabajamos, nos distraemos del trabajo, descansamos para poder seguir la labor del día siguiente. Nuestros juguetes de consumo, nuestros entrañables lujos no son sino meros divertimentos. Los hobbies y pasatiempos son accidentales. Quien hace deporte o lo hace para divertirse o porque es su trabajo: en el primer caso la práctica de su actividad predilecta se relega a la esfera del entretenimiento; en el segundo caso se vuelve un deber de origen externo (¿qué pasa los días en que no quiere entrenar o salir al campo?). ¿Pero no es mejor dedicarse a algo que une a veces quiere hacer, en vez de algo que nunca se quiere? Parece que sí; pero no olvidemos que nada garantiza que lo seguiremos queriendo. Cuando alguien hace una actividad como medio y no como fin — cuando la motivación es extrínseca y no intrínseca —, después suele pasar que se pierde la motivación intrínseca. He ahí el peligro de vender la vocación.

Viendo todo esto, bien parece que la única manera de restablecer el orden natural es hacer del trabajo negocio (medio) y de la distracción ocio (fin). Hacer de los fines fines y de los medios medios requiere una práctica conciente, encendida, a veces contradictoria; pero ahora me cuesta distinguir su forma. Si hemos de seguir el adagio libertario de hacer coincidir los fines y los medios, entonces parece que hemos de sacrificar un poco de libertad voluntariamente para recobrarla. O acaso, más bien: recobrar un poco ahora para recobrar el resto en el furuto. Por esola necesidad de armar el deseo: hacer instrumento de guerra lo que ha de ser fruto y herramienta en la época de paz. Herramienta: la autonomía; fruto: la consecución de los deseos, y la realización de las capacidades.

(Terminé argumentando, aunque no muy bien, ni con ideas muy originales. Pero ver mis pensamientos plasmados en texto y expuestos en el espacio público me permite verlos como lo que son: objetos del pensamiento, símbolos que interactúan para organizar el mundo y a sí mismos; una parte del entramado variopinto de mi mente, que a su vez se desprende del de la cultura, y se entreteje con él. Prestarles atención a sus patrones y sus fibras es la labor de quien trata de vislumbrar entre ellas un lugar y un sendero.)

Fragmentos de un diario encontrado en la playa

Hace tiempo que no visito la playa. Se me insinúa tras las líneas del horizonte, el sudor del pavimento, las siluetas de los edificios, invisible bajo el manto del mar. Aunque estamos cerca, nunca la visitamos. Vamos de aquí para allá absortos en nuestros asuntos, viendo siempre hacia nuestros pies, sin prestar atención a la arena que nos delimita y nos da lugar. En las escazas ocasiones en que miro hacia el mar, una brisa cálida de sal me envuelve y creo notar un halo dorado entre el azul y el asfalto. Entre las voces y las vocinas percibo el llamado de una gaviota lejana — es entonces cuando me percato de las voces y las vocinas. Se me ocurre que me llama a mí, como si me invitara a una reunión de viejos colegas. Entonces echo un suspiro, o bajo la mirada, y así doy a entender que estoy agradecido, que me encantaría unirme pero hoy estoy muy ocupado, o acaso — con más franqueza —, que estoy muerto de cansancio, que la próxima seguro que me les uno. La gaviota da un par de vueltas hasta que finalmente se va desapareciendo en la distancia, quizá un poco apenada por mí, siempre tan ocupado, siempre tan muerto de cansancio. A veces lo que veo es el sol que se pone haciendo echar destellos al cinturón de oro en el horizonte. «Algún día», le digo, «pero hoy de verdad que no tengo ganas». Entonces devuelvo la mirada al escritorio y al papeleo, o al teléfono en mis manos.

Cuando miro hacia el mar me parece oír una voz que me llama — aunque no siempre la de la gaviota.

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Cuando un turista pasa uno apunta en dirección a la playa, se le describe el camino a ese o aquel cabo, una posada o la otra. La mayoría se va disimulando su confusión para no incomodar, un muchas gracias, una sonrisa bronceada y chao pescao. Entonces la pareja (si es una pareja) montada en su camioneta vaga en el sentido general de las indicaciones, hasta que hastiado el esposo (si hay un esposo) arrima el carro hacia la acera donde un par de viejos toman unas cervezas escuchando la radio, y les pregunta: «¿Dónde está la posada Alegría?», y uno de los viejos, con el ceño fruncido por el sol, recita el camino conocido: «Sigues derecho por acá hasta que lleguas a la esquina de la botica; ahí doblas a la izquierda y sigues derechito dos cuadras hasta que ves la casa blanca con rejas negras que tiene un signo pare al frente; entonces doblas a la derecha...». Y así, dichas las cortesías, siguen a duras penas lo que creen que es el camino — esta vez maneja la esposa (si es que hay una esposa) — hasta que exasperados paran a tomar un raspado frente a la ventana de una señora. Esta les indica un camino que parece devolverlos un par de cuadras, y que depende de nuevas referencias que se confunden con las de los viejos y con las mías de tal manera que parecen dibujar una multitud de pueblo superpuestos. Tras retomar el camino, la pareja llega de noche a la posada, más por virtud de la ley de los grandes números que por la guía de los evocativos pueblerinos. Mareados se bajan del carro, entumecidos arrastran las maletas, registrados se dirigen a sus camas y, exhaustos, ponen fin al primer día de su semana de vacaciones.

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La turista, si bien sabe a dónde se dirige, se pierde en el laberinto de calles desconocidas; el joven trabajador del pueblo, en cambio, si bien conoce a dónde lleva cada calle y qué hay detras de cada puerta, se pierde en un desierto que es todo horizonte sin fin. Miles de imágenes se me ocurren, cada una diferente del resto, con que describir este contraste paradójico: la turista llega para vagar lo mismo que vaga para llegar; en cambio el trabajador ni vaga ni llega. Aquélla no tiene meta, o su meta es ubicua; en cambio este la cambia de lugar en cuanto la alcanza, nunca satisfecho. O quizá baste con decir que la turista anda porque quiere, mientras que el joven trabajador quiere andar y anda sin querer.

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Mis padres cuentan que cuando tenían mi edad, el pueblo «era más pueblo que ciudad»: eran pocos los turistas, y casi todas las calles eran de tierra — en vez de sólo una buena parte. Disfrutaban de su tiempo libre, ayudaban con la pesca o en la casa, iban a misa. Cuando visitamos a alguno de mis abuelos, vemos las cosas de sus infancias: la plaza con la iglesia, el viejo cine abandonado. Paseando por la costa vemos la arena clara con las rocas, arbustos, vidrios y restos de fogatas; las aguas oscurecidas; las vallas que separan posadas y hoteles del pueblo; puestos de empanadas y restoranes de pescado, quioscos y tiendas de trajes de baño, grupetes con carros y equipos de sonido con música a todo volumen. Regresamos a la casa con un viaje de quince minutos en carro, adentrándonos al corazón de la ciudad aún creciente.

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Mis padres compraron la tienda con los ahorros de muchos años. La civilización y el comercio se expandían donde hasta entonces hubiera tan sólo monte y culebra — que en realidad era donde estaban las casas viejas del centro, de las cuales muchas ya no quedan o permanecen en sus esqueletos gastados de barro y ladrillos. Mirando esa osamenta me acomete una nostalgia huérfana o a lo sumo adoptada. Un viento cálido parece originarse del seno hueco de lo que fuera un hogar. Me imagino una familia risueña habitando sus paredes recién renovadas, friendo empandas, pescados y tostones al calor del fogón. ¿Vivirá todavía la llama de antaño en esa casa? ¿Será en ella donde se cocinó el viento que la atraviesa? ¿Qué pasará cuando se extinga?

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Nuestra casa queda a medio camino entre el centro de la ciudad y la costa. A la entrada está la tienda. Vendemos todo tipo de chucherías, variedad de juguetes, trajes de baño, llamadas telefónicas, artículos de almacén, y ahora mi madre está incursionando en el mercado de las empanadas. Uno no puede detenerse a hacer una sola cosa en una ciudad — porque es una ciudad — como esta. El calor activa tanto como aletarga, si eso tiene sentido. A mí me agobia un poco (el ritmo, pero también el calor). Por eso ando trabajando a medio tiempo en una oficina con aire acondicionado, y me puse a estudiar. Suena como más de lo mismo, pero si les explico cómo lo veo quizá tenga sentido lo que hago: la oficina es fría y el instituto tiene una meta. Yo quería estudiar Comunicación, o Letras, o Diseño Gráfico, pero sobra que diga que mis planes no fueron del agrado de mi padre. Después de muchas discusiones accedió a que estudiara una tecnicatura en Sistemas ahí mismo en el instituto universitario, pero bajo la condición de que tengo que pagarme yo mismo los materiales de estudio, e ir buscando ya la manera de independizarme. No que me emocione seguir dependiendo de él. Precisamente quiero estudiar para conseguir un buen trabajo profesional y pirar de casa (si no también de Puerto Alegría), alquilar un buen departamento con aire acondicionado, y aprovechar los fines de semana y las vacaciones para visitar la playa y pasar un buen rato con mis amigos, sin tener que parar a pedir direcciones.

Ando buscando la manera de vivir. Ando buscando la manera de poner mis intenciones en el presente para avanzar hacia el futuro a paso voluntarioso. ¿Cómo tomar las riendas de mis piernas? He tratado organizándome, he tratado poniéndome límites. Mi analista me ha dicho que piense sobre lo siguiente: estos momentos en que me pongo restricciones pueden servirme por unas semanas o un mes, pero tras de eso mis deseos brotan a tropel, deshaciendo el progreso que creía haber alcanzado. Ha sugerido que los periodos de restricción y los de laxitud son dos caras de la misma moneda. Dos imágenes me vienen a la cabeza: Apolo y Dioniso complementándose uno al otro, y los grilletes con que Sócrates estaba apresado en el “Fedón” de Platón: al quitárselos, el ateniense nota cómo para sentir o el placer de su liberación tiene que haber sentido el dolor del metal presionando su piel. Esta última imagen no es tan útil como la primera, porque muestra consecución y necesidad causal entre el placer y el dolor. Dioniso y Apolo no son el placer y el dolor, sino más bien (para mí en mi limitado conocimiento) el placer y la virtud, lo espontáneo y la estructura, lo irracional y lo racional. Para mí está claro que tenerlo a uno y no al otro no es, por lo general, deseable. No quiero aquí disertar sobre los orígenes de la voluntad y la pasión, así como su relación con el intelecto y los rituales. Que conste nomás que una “virtud” basada meramente en el intelecto, en lo institucional o ritual, o en el deber, sin ser una plataforma, un cauce, un instrumento del deseo, es una virtud muerta y vacía. Incluso sabiendo todo esto, y aunque siempre he creído que mis proyectos para formar hábitos sanos los he construido en función de mi realización personal, la verdad es que a menudo, y sin darme sino hasta muy tarde, esos mismos proyectos (esos regímenes ora voluntaristas, ora ascéticos, ora plenamente deterministas) en realidad están desligados de mis deseos concretos. Porque una cosa es querer, otra querer querer, y aun otra más querer querer querer. En efecto quiero autorrealizarme, pero entonces, al meditar sobre los requisitos de esa meta, pasa que me figuro pasos que muchas veces se ven distantes de mis deseos concretos en mi vida presente. Entonces pasa que pienso “debo querer tales y cuales cosas para realizarme; pero como lo que quiero no es eso sino esto y aquello, entonces debo cambiar estos deseos, que no entran en mi proyecto, por aquellos, que sí entran”. Se me objetará que siempre se tienen que sacrificar algunos deseos en pos de otros mejores; y estoy de acuerdo. Lo que trato decir acá no es que debo hacer todo lo que me nace, sino que hay cosas que me nacen que, al despreciar, termino despreciando también factores que me motivan naturalmente, y que — pienso yo — puede que no esté mal que me motiven. Juegos de video, series, videos, Reddit: ¿en qué son dañinos? Al considerarlo lo primero que se le ocurre a une es decir: fomentan la distracción. Entonces nace la pregunta: ¿por qué distraen? ¿Lleva necesariamente el “consumo” de estas piezas mediáticas al pensamiento superficial y distraído? ¿Y hasta qué punto es esto un problema? Une puede salir de la lectura de un libro como “The Shallows” de Nicholas Carr en un estado de alarma, y pasar a limitar todo lo posible la exposición a medios digitales de internet como los podcast, las redes sociales, y los servicios de transmisión de videos, películas y series. No quiero pensar superficialmente, porque quiero entender lo que me pasa a mí y al mundo. Quiero sentir el placer de leer un un libro, de apreciar una película, de escuchar música, de salir a pasear por el parque, y de tener una conversación amena e interesante con une buene amigue. Quiero hacer ejercicio e involucrarme en proyectos comunitarios. Quiero tener una causa presente ante mis ojos, no sólo en ideas, palabras e imágenes, sino también en mis actos y en mis relaciones. Pero no sé si la abstinencia total es la solución (en mi caso por lo menos). Varias veces en mi vida me vi en contextos en que disminuí el uso de redes sociales y medios populares de entretenimiento. Pero esto solamente porque era difícil el acceso a los mismos, o porque estaba en un ambiente en que las relaciones con quienes convivía facilitaban abstenerse y proveían alternativas que satisfacían en muchos casos los mismos deseos básicos de entretenimiento, significación y compañía. Aquí está claro que un mismo deseo lo pueden satisfacer varias fuentes diferentes. Pero también es cierto que la manera en que hemos satisfecho nuestros deseos en el pasado condiciona nuestras tendencias futuras. Diría yo que los deseos están compuestos por materia y forma (y que me disculpe Aristóteles): la materia son unas ansias indeterminadas, una sensación vaga; y la forma es la acción o cosa determinada que queremos hacer, con el fin de satisfacer el ansia. Así, mis ansias pueden ser una cierta sensación en el estómago o mi boca que saliva; y puedo por eso desear algo de comer, o algo dulce, y más en particular incluso alguna comida en particular, como un sánduche o un alfajor. Charles Duhigg en su libro “El poder de los hábitos” ofrece modelo más elaborado, el que las ansias (en inglés “craving”) constituyen uno de los cuatro aspectos de un hábito cualquiera, siendo los otros la señal (“cue”) que origina dichas ansias, la rutina (el hábito en el sentido más propio) y la recompenza (la satisfacción del deseo). Y si tuviera que compararlo con el modelo aristotélico de las cuatro causas, diría que la señal es como la causa eficiente, las ansias son la causa material, la rutina la causa formal y la recompenza la causa final del hábito. Pero divago y este ejercicio de autoayuda de forma libre no puede seguir extendiéndose ad infinitum. Empecé a escribir esto porque quiero tomar una determinación: quiero tomar las riendas de mi vida, cuanto pueda. Pero para hacerlo necesito motivación, y si algo he notado a lo largo de mi vida es que me motiva más hacer lo que puedo hacer en el momento y que me causa inmediato placer (o me evita molestias inmediatas), antes que lo que toma tiempo y esfuerzo o trae satisfacción mediata. Me he llegado a burlar de la idea de que un método válido de motivarse a estudiar es poner gomitas en los párrafos a leer, de manera que une se come aquellas a medida que va leyendo estos. ¿Pero no era algo parecido lo que tenía en mente Lucrecio, cuando decía que escribía su tratado “Sobre la naturaleza de las cosas” en verso para captar la atención de le lectore, de la misma manera en que en sus tiempos se ponía miel al borde de los vasos con medicina para que les niñes la tomaran? Y qué, ¿no se tiene que aprender a amar las cosas por sí?, ¿y acaso todes siempre están en condiciones de hacerlo, o es menester que lo hagan? Es claro que cada persona se inclina a diferentes actividades e intereses. Se puede tratar de encauzar todo lo que se quiera el caracter y los deseos de une niñe, pero sólo se puede llegar hasta cierto punto antes de forzar lo que debe ser una disposición natural y espontánea. Por otro lado, es verdad que podemos acostumbrarnos a ciertas prácticas aburridas o hasta dañinas de tal manera que parecen aferrarse a nuestras mentes y cuerpos, y hasta volverse como parte de nuestra naturaleza. Podemos acostumbrarnos al conformismo, al tedio, al autosabotaje. Podemos acostumbrarnos a temer el deseo, a evitar el amor, a despreciar el placer. (A veces el mayor enemigo de lo bueno no es lo perfecto, sino lo cómodo. Y lo cómodo es la costumbre.) A lo que quiero llegar es que quien está acostumbrade a un mal hábito tiene que ir en contra de sus propias inclinaciones para que se tornen buenas. Parece entonces que hay voluntades opeustas: la de la costumbre y la del cambio. Ésta puede encauzar o reformar aquélla, pero no puede destruirla ni siquiera cambiarla radicalmente de una sentada. La “revolución del alma” es, de cierta manera, una evolución dirigida. ¿Por cuáles etapas pasa esta evolución? ¿Cuál es la resolución que será la primera de ellas? Pues primero ordenaré mi cuarto, porque no me agrada su estado actual. Pero después quiero seguir escribiendo este blog: quiero seguir explorando los espacios conceptuales en que inevitablemente se desenvuelve mi vida, para así darle forma y orden a mi vida, a menudo tan confusa. Y quienquiera que me haya acompañado hasta el fin de esta primera exploración a pesar de mi prosa distraída y mis aluciones pretensiosas, espero que pueda servirle para alimentar en algo sus propias expediciones. Me despido por ahora. — Un chigüirito cansado.