Fragmentos de un diario encontrado en la playa

Hace tiempo que no visito la playa. Se me insinúa tras las líneas del horizonte, el sudor del pavimento, las siluetas de los edificios, invisible bajo el manto del mar. Aunque estamos cerca, nunca la visitamos. Vamos de aquí para allá absortos en nuestros asuntos, viendo siempre hacia nuestros pies, sin prestar atención a la arena que nos delimita y nos da lugar. En las escazas ocasiones en que miro hacia el mar, una brisa cálida de sal me envuelve y creo notar un halo dorado entre el azul y el asfalto. Entre las voces y las vocinas percibo el llamado de una gaviota lejana — es entonces cuando me percato de las voces y las vocinas. Se me ocurre que me llama a mí, como si me invitara a una reunión de viejos colegas. Entonces echo un suspiro, o bajo la mirada, y así doy a entender que estoy agradecido, que me encantaría unirme pero hoy estoy muy ocupado, o acaso — con más franqueza —, que estoy muerto de cansancio, que la próxima seguro que me les uno. La gaviota da un par de vueltas hasta que finalmente se va desapareciendo en la distancia, quizá un poco apenada por mí, siempre tan ocupado, siempre tan muerto de cansancio. A veces lo que veo es el sol que se pone haciendo echar destellos al cinturón de oro en el horizonte. «Algún día», le digo, «pero hoy de verdad que no tengo ganas». Entonces devuelvo la mirada al escritorio y al papeleo, o al teléfono en mis manos.

Cuando miro hacia el mar me parece oír una voz que me llama — aunque no siempre la de la gaviota.

*****

Cuando un turista pasa uno apunta en dirección a la playa, se le describe el camino a ese o aquel cabo, una posada o la otra. La mayoría se va disimulando su confusión para no incomodar, un muchas gracias, una sonrisa bronceada y chao pescao. Entonces la pareja (si es una pareja) montada en su camioneta vaga en el sentido general de las indicaciones, hasta que hastiado el esposo (si hay un esposo) arrima el carro hacia la acera donde un par de viejos toman unas cervezas escuchando la radio, y les pregunta: «¿Dónde está la posada Alegría?», y uno de los viejos, con el ceño fruncido por el sol, recita el camino conocido: «Sigues derecho por acá hasta que lleguas a la esquina de la botica; ahí doblas a la izquierda y sigues derechito dos cuadras hasta que ves la casa blanca con rejas negras que tiene un signo pare al frente; entonces doblas a la derecha...». Y así, dichas las cortesías, siguen a duras penas lo que creen que es el camino — esta vez maneja la esposa (si es que hay una esposa) — hasta que exasperados paran a tomar un raspado frente a la ventana de una señora. Esta les indica un camino que parece devolverlos un par de cuadras, y que depende de nuevas referencias que se confunden con las de los viejos y con las mías de tal manera que parecen dibujar una multitud de pueblo superpuestos. Tras retomar el camino, la pareja llega de noche a la posada, más por virtud de la ley de los grandes números que por la guía de los evocativos pueblerinos. Mareados se bajan del carro, entumecidos arrastran las maletas, registrados se dirigen a sus camas y, exhaustos, ponen fin al primer día de su semana de vacaciones.

*****

La turista, si bien sabe a dónde se dirige, se pierde en el laberinto de calles desconocidas; el joven trabajador del pueblo, en cambio, si bien conoce a dónde lleva cada calle y qué hay detras de cada puerta, se pierde en un desierto que es todo horizonte sin fin. Miles de imágenes se me ocurren, cada una diferente del resto, con que describir este contraste paradójico: la turista llega para vagar lo mismo que vaga para llegar; en cambio el trabajador ni vaga ni llega. Aquélla no tiene meta, o su meta es ubicua; en cambio este la cambia de lugar en cuanto la alcanza, nunca satisfecho. O quizá baste con decir que la turista anda porque quiere, mientras que el joven trabajador quiere andar y anda sin querer.

*****

Mis padres cuentan que cuando tenían mi edad, el pueblo «era más pueblo que ciudad»: eran pocos los turistas, y casi todas las calles eran de tierra — en vez de sólo una buena parte. Disfrutaban de su tiempo libre, ayudaban con la pesca o en la casa, iban a misa. Cuando visitamos a alguno de mis abuelos, vemos las cosas de sus infancias: la plaza con la iglesia, el viejo cine abandonado. Paseando por la costa vemos la arena clara con las rocas, arbustos, vidrios y restos de fogatas; las aguas oscurecidas; las vallas que separan posadas y hoteles del pueblo; puestos de empanadas y restoranes de pescado, quioscos y tiendas de trajes de baño, grupetes con carros y equipos de sonido con música a todo volumen. Regresamos a la casa con un viaje de quince minutos en carro, adentrándonos al corazón de la ciudad aún creciente.

*****

Mis padres compraron la tienda con los ahorros de muchos años. La civilización y el comercio se expandían donde hasta entonces hubiera tan sólo monte y culebra — que en realidad era donde estaban las casas viejas del centro, de las cuales muchas ya no quedan o permanecen en sus esqueletos gastados de barro y ladrillos. Mirando esa osamenta me acomete una nostalgia huérfana o a lo sumo adoptada. Un viento cálido parece originarse del seno hueco de lo que fuera un hogar. Me imagino una familia risueña habitando sus paredes recién renovadas, friendo empandas, pescados y tostones al calor del fogón. ¿Vivirá todavía la llama de antaño en esa casa? ¿Será en ella donde se cocinó el viento que la atraviesa? ¿Qué pasará cuando se extinga?

*****

Nuestra casa queda a medio camino entre el centro de la ciudad y la costa. A la entrada está la tienda. Vendemos todo tipo de chucherías, variedad de juguetes, trajes de baño, llamadas telefónicas, artículos de almacén, y ahora mi madre está incursionando en el mercado de las empanadas. Uno no puede detenerse a hacer una sola cosa en una ciudad — porque es una ciudad — como esta. El calor activa tanto como aletarga, si eso tiene sentido. A mí me agobia un poco (el ritmo, pero también el calor). Por eso ando trabajando a medio tiempo en una oficina con aire acondicionado, y me puse a estudiar. Suena como más de lo mismo, pero si les explico cómo lo veo quizá tenga sentido lo que hago: la oficina es fría y el instituto tiene una meta. Yo quería estudiar Comunicación, o Letras, o Diseño Gráfico, pero sobra que diga que mis planes no fueron del agrado de mi padre. Después de muchas discusiones accedió a que estudiara una tecnicatura en Sistemas ahí mismo en el instituto universitario, pero bajo la condición de que tengo que pagarme yo mismo los materiales de estudio, e ir buscando ya la manera de independizarme. No que me emocione seguir dependiendo de él. Precisamente quiero estudiar para conseguir un buen trabajo profesional y pirar de casa (si no también de Puerto Alegría), alquilar un buen departamento con aire acondicionado, y aprovechar los fines de semana y las vacaciones para visitar la playa y pasar un buen rato con mis amigos, sin tener que parar a pedir direcciones.