MESOPOTAMIA – Primer capítulo (largo) que no llegará a nada nº3

Hace mucho, mucho tiempo, un dios menor tropezó en las montañas que rodean el norte de Akkad. De donde dio el traspié brotó el Idigna y de donde sus manos dieron con la tierra nació el Buranum. La diosa Damkina se enfadó tanto que le condenó a ser responsable de su torpeza y le dio el nombre de Enbilulu, dios de los ríos y canales y cuidador de los Dos Ríos. Desde entonces observa el devenir de sus ríos, el correr de sus afluentes y, cómo no, el trasiego de sus orillas. Con artes escondidas, los dioses dieron forma a los primeros habitantes del fértil valle. Fueron los awilu, gentes robustas, longevas, inteligentes y trabajadoras que sirvieron a los dioses ya que ésa era su función en el mundo. Se dice que poco después de aquello hubo un reino inmenso en aquellas tierras. Iba desde las montañas de Meda hasta el mar de Asiria y desde las cumbres de la alta Cimmeria hasta las costas de Urun-zig Ab. Sólo un puño logró unificar aquellas tierras, sólo una voluntad. Gigamesh fue su primer y único rey, Babilonia su única capital. Cientos de poemas se elevaron en su honor, miles de loas se cantaron a su valor. El mundo, joven aún, no había conocido tal poder en los días de su existencia y aún tardaría en volver a ver a un personaje similar. Era sin duda, la época en la que se forjan los mitos. Enlil, dios del viento, tomó a su cargo al orgulloso imperio Sumer sin pensar que alguien ya estaba planeando su caída. “Cuanto más alta es la caña, más abajo se inclina”, decían los sabios. Pero ni Enlil ni su protegido se daban por aludidos. Mientras, al norte, los akkadios acechaban. Envidiaban la riqueza del sur, la belleza de la confluencia entre el idigna y el Buranum. Allí, los dioses sonreían. O al menos parecían sonreir. Enbilulu observaba impasible. Sus hijos, los Ríos, vadeaban las trifulcas como si no fueran nada para ellos. Miraba a su pariente Enlil con desaprobación. El viento, caprichoso, violento, debería pasar por el mundo sin mirar atrás. Pero no, Enlil se encaprichó y atrajo envidias. El dios Ashur capitaneó a los asirios a través de Akkad y barrió Sumer tras la muerte de Gigamesh. Enlil, derrotado, vio cómo los últimos valientes quedaban atrapados en Lagash antes de recibir el último aliento de esperanza. Inanna, protectora de Uruk, amiga de Babilonia, huiría con ellos. Enmerkar, aliado de Ashur, había tomado su ciudad a sangre y fuego. Ya nada la retenía ahí. Diosa de la guerra y el amor, tan cercanos y lejanos al mismo tiempo, se convirtió en el legado de la vieja Sumer y recibió el nombre de Ishtar, la diosa madre. Entonces lejos, en las montañas de Meda, erigirían una nueva Babilonia, una en la que hacerse fuertes hasta que el poder de Ashur decayera. Construyeron una ciudad secreta con la ayuda de los dioses y Enlil apreció el entusiasmo de Ishtar para ayudarles. Pero cuando la diosa terminó de construir la cuarta puerta de la ciudad se asustó. Aquella puerta daba acceso al inframundo, a aquel lugar que ni siquiera él podía pisar. Entonces le preguntó: -¿Qué fue de Tammuz, tu esposo? ¿Por qué no vino contigo? Ishtar miró a su primo y su firme expresión, aquel aura que la rodeaba desde el principio, se quebró. -Murió. Ashur le mató. Enlil comprendió. -¿Qué pretendes, Inanna? ¿Qué buscas en el Irkalla? -¡A mi hermana!– gritó la diosa. Lágrimas de dolor surcaban su rostro.– Le arrebataré el poder sobre la vida y la muerte y devolveré a la vida a mi Tammuz. -No seas loca, mujer.– advirtió Enlil.– Los dioses no podemos pisar el Irkalla. -No, pero ellos sí.– Los ojos de Ishtar miraron a los babilonios que construían su nueva ciudad.– Ellos serán mi puente. Ellos me llevarán a Ereshkigal. Y así fue. Los babilonios la llevaron por los siete submundos hasta su hermana Ereshkigal. Cuando llegó ya nadie la acompañaba, llegó sola, desnuda, indefensa. Y se enfrentó a ella. Y perdió. Enlil llamó al mensajero de los dioses y pidió por ella ya que su muerte trajo la devastación al mundo. Ashur pidió perdón. Ni el más imponente poder podía compararse a ver los dos ríos secarse ante sus ojos. Tal era el efecto de la muerte de la dulce Ishtar en la tierra. Así que lo dioses crearon el Antuai, el pan de la vida, y se lo dieron a comer. Ishtar revivió y Tammuz también. Pero el precio a tal trato fue que seis meses al año Tammuz volviera al Irkalla. Seis meses en los que Ishtar habría de llorar su ausencia y en los que el mundo no conocería el calir, la vida y la fertilidad. Pero cuando Tammuz volviera, la primavera volvería a la tierra e Ishtar sería feliz de nuevo. Guardarían el antuai tras la cuarta puerta que construyó Ishtar y nunca más volverían a jugar con el Irkalla. La paz volvió a los Dos Ríos, pero no duró. Los dioses seguían siendo caprichosos y volubles. La locura de Ishtar no había sido suficiente. Dejaron de pelearse entre ellos directamente y usaron a los awilu esclavizados para probar su fuerza. Guerras sin fin, ríos de sangre, dolor y luchas fratricidas se sucedieron sólo para calmar el aburrimiento de los dioses. Los awilu, tristes juguetes des destino, asieron su futuro el día en que uno de ellos se alzó sobre los demás. Sargón el Alquimista, el más sabio de los awilu, había encontrado la manera de alcanzar la cuarta puerta, la Puerta de Ishtar, cerrada por los más antiguos dioses y guardada por los más terribles demonios. La primera vez que trató de abrirla los dioses se defendieron con El Diluvio. Pero eso no le detuvo. Aun diezmados y sin opción a retractarse, era arriesgarse o desaparecer. Sargón, abrió la puerta y consiguió el Antuai. Fue así como el pueblo awilu se deshizo del yugo de los dioses. Comenzaba así la Era de Akkad. Sargón creó a los Mushkenu, fuertes, tan inteligentes como ellos, pero con el miedo de la muerte acechando en sus mentes como una pesadilla. Sus cortas vidas eran todo lo que tenían, los awilus los únicos dioses a los que servir. Los esclavos esclavizaban ahora. Vieron pronto que los mushkenu eran útiles y prolíficos. Se multiplicaron sin cesar. Pronto, una rebelión les enseñó que su indulgencia les había llevado a cometer el mismo error que les dio a ellos la libertad. Sargón entonces usó el Antuai una segunda vez y creó a los Wardu. Mitad toro mitad mushkenu, más grandes, más feroces e infinitamente leales. Su mundo era su amo awilu. No conocían más lealtad, más origen, más destino. La guerra fue desigual desde el principio, y los mushkenu cayeron. Sólo algunos escaparon a Cimmeria creando los primeros pueblos libres. El resto, siguió bajo el yugo awilu. 2000 años han pasado desde aquello. Sargón, gracias a sus artes secretas, sigue gobernando Akkad con mano de hierro. Se dice que puede abrir la Puerta de Ishtar siempre que lo necesita. Otros dicen que todo es una leyenda y que la Diosa un día volverá y castigará al esclavo que quiso ser dios. Otros buscan la segunda Babilonia pensando en que quizá su pueblo olvidado pueda contarles la verdad sobre lo que pasó. En el tiempo en el que se forjan las leyendas, la realidad y el mito caminan de la mano, danzan y se confunden y se vuelven parte del mismo sueño. Cuando el tiempo juega en contra del recuerdo el único modo de saber, es ver.

El sol se ponía. Al fin se ponía. Suspiró. -Tsiuri, entra en casa. La joven dio la espalda al horizonte anaranjado y entró en la cueva que era su hogar. Baia, su madre, cestera de la tribu y ayudante del chamán, había puesto un cuenco de madera sobre la estera. La muchacha miró su cena con cierto recelo. Su madre, notando su duda la miró. -¿No vas a comer? -¿Crees que voy a comerme eso? El cuenco tenía una torta de pan cubierta de una mezcla de garbanzos cocidos, berros y albahaca. Algo así era tan delicioso como excepcional. No es que no le gustara, es que comer aquello ponía un punto y aparte a toda su existencia. -Orbeli cree que estás preparada.– respondió Baia sin desviar su mirada de los ojos oscuros de su hija.– Y yo también. -Más bien será que ninguno de los dos puede soportarme por más tiempo, ¿no? -Hija, no es… Tsiuri se levantó de un salto y salió de la cueva apartando la estera que hacía de cortina. Afuera, las últimas luces del día aún le permitían moverse entre los escarpados caminos de la aldea montañosa en la que vivía. Si se daba prisa podría llegar a la cima antes de que la oscuridad fuera impenetrable. Segura, ágil a sus escasos 16 años, conocía aquellas piedras como la palma de su mano. Su madre vivía en una de las últimas cuevas que se tenían en pie en aquella zona de la montaña. Era, a su parecer, el mejor lugar para vivir. Fresco en verano y cálido en invierno. Había oído burlas en la aldea a su manera de vivir. Que vivían como animales en sus guaridas, que las cuevas sólo se usaban para guardar al ganado y para curar quesos y que ella y su madre olían a queso y a estiércol. ¿En cuántas peleas se había metido ya para defender a su madre? ¿Cuántos castigos había sufrido por parte de los Mayores? ¿Cuántas veces había tenido que gritarles a todo el mundo que su madre no tenía la culpa de haberla tenido? ¿Cuántas…? Trató de calmarse. Con lágrimas en los ojos y la poca luz, apenas podía ver por dónde iba, y sí, se sabía el camino de memoria, pero las piedras sueltas y los cantos inestables estaban a la orden del día. Aquellas montañas se burlaban de los hombres que vivían en ellas con la misma sorna que un niño de burla de la hormiga a la que acaba de tapar el hormiguero con tierra. Al fin, cuando la luz casi había desaparecido del cielo y las estrellas brillaban poderosas en el cielo negro y sin luna, Tsiuri llegó a la cima. Las luces del poblado se extendían ante ella. Sus pies la llevaron directamente a la casa del chamán Orbeli. Apartó la estera de la puerta y entró. El chamán estaba claramente ocupado. Sin querer, Tsiuri enrojeció, pero no se retiró. Su furia era mayor que su pudor. Kvira, sentada a horcajadas sobre el chamán la miró con cierto aire de superioridad sin dejar de mover las caderas. Orbeli, demasiado ocupado llegando al orgasmo no se dio cuenta de la presencia de Tsiuri hasta unos momentos después. Jadeando, sonriendo, miró a Kvira, que no había apartado los ojos de la recién llegada. Orbeli, al girar la cabeza y verla, pegó un respingo y se incorporó apartando a Kvira en el mismo movimiento. -¡Tsiuri! ¿Qué haces aquí? “Al menos tiene la decencia de mostrarse avergonzado”, pensó la muchacha. Kvira, detrás de Orbeli, observaba la escena con cierta curiosidad. -Mi madre me ha dado el mersur. Dice que crees que estoy preparada. Orbeli abrió la boca para responder, pero se lo pensó y volvió a cerrarla, respiró hondo, recuperó por completo la compostura. Se incorporó y cogió la túnica. -Kvira, gracias por tu compañía, pero ahora necesito hablar con Tsiuri. A solas.– Kvira asintió. “Ah, eres una falsa maquinadora, Kvira.”, pensó Tsiuri mientras veía cómo la chica se vestía con meditada lentitud y gestos seductores. Cuando se fue, su perfume aún permaneció en la sala un rato más. Orbeli se sentó y le ofreció asiento a la joven. -Sí, creo que estás preparada.– dijo el chamán.– En realidad siempre lo has estado, pero al menos eres lo suficientemente mayor como para no estar completamente indefensa. -Pero el mersur… -El mersur sólo es un símbolo, Tsiuri. Y además un símbolo que está buenísimo.– la chica no cedió terreno ante la broma y la sonrisa del chamán. El hombre lo entendió y reconsideró su táctica.– Mira, esperar más tiempo no nos va a llevar a ninguna parte. Es obvio que no va a aparecer de la noche a la mañana si sigues aquí. -Pero se supone que el tótem se te aparece en la pubertad, Orbeli. ¡Y no empecé a sangrar hasta el año pasado! Es muy pronto para descartar el hecho de que sólo se esté retrasando un poco. Aún no es tarde. -¡Desde luego que es tarde! Todo lo que se refiere a ti se manifiesta tarde y de manera extraña. Es evidente que las estrellas te han elegido para algo especial, Tsiuri. Y es obvio que quedarte aquí sólo lo retrasa. No encontrarás tu tótem en las montañas así como tu sangre no vino hasta que no fuiste a Niniveh por primera vez. Es el mundo quien obra los cambios en ti, no tu casa ni este pueblo. -No sé si creerte más.– murmuró la muchacha.– Dices que soy especial. Mi madre te cree y también me lo dice. Pero nadie en este pueblo cree que sea especial. Ni siquiera que sea normal. Me desprecian, me llaman bastarda, me llaman mestiza, que por eso soy rara, que por eso no tengo tótem, que por eso desarrollé tan tarde. Me insultan todos los días desde que tengo uso de razón. Eso lo puedo aguantar. Es mi problema. Pero lo que no puedo soportar es que insulten a mi madre. La he defendido con uñas y dientes, Orbeli, y lo sabes. La única esperanza que tengo en este mundo para que todo sea normal es descubrir mi tótem y demostrarle a todo el mundo que están equivocados, que tengo un lugar aquí y que mi madre no es nada de lo que dicen. Tsiuri lloraba desde casi el principio de su discurso. Orbeli la escuchaba con cierta contrición en sus gestos sin atreverse a interrumpirla. La muchacha continuó después de restregarse la nariz con la manga. -Y ahora mi madre me sirve el mersur, la comida de la despedida, y me dice que le has dicho que me crees preparada para irme de aquí y buscar mi tótem o lo que sea que el destino me aguarde. Lejos, en “el mundo”, como dices. No me queréis cerca como nadie en este pueblo. Fui una desgracia para mi madre. No sé por qué, pero así fue. Y ahora ya no puede soportarlo más… La muchacha lloraba desconsolada. Orbeli no se atrevía a decirle nada. Tsiuri pensó que porque no podía rebatir sus argumentos. Todo lo que decía era dolorosamente cierto. Ahora, tanto Orbeli como su propia madre, que la habían criado todo lo mejor que habían sabido, se mostraban como dos personas más de aquel pueblo que la despreciaba. Ya era lo suficientemente mayor como para salir al mundo. Tendría que irse, despreciada, a buscar su propio camino. La chica se incorporó. -Las cosas no son tal como crees, Tsiuri.– dijo por fin el chamán con voz grave.– La vida es mucho más larga de lo que pueda parecer. Un solo día puede hacer que tu mundo cambie de arriba abajo igual que una vida entera no significar más que el paso de los días. Hasta la percepción de las cosas cambia con el paso del tiempo. Eres joven, muchacha, y aún te queda todo por aprender. El chamán se incorporó y puso sus manos en los hombros temblorosos de la chica. -Te sientes despreciada por las personas que más te aprecian, pero lo que hacen… lo que hacemos es lo mejor para ti. Este pueblo, estas montañas… Cimmeria entera es demasiado pequeña para ti, dulce Tsiuri. -¿Por eso aún no tengo tótem? Orbeli suspiró. Tsiuri por enésima vez, tuvo la punzante sensación de que el chamán le ocultaba información. Tenía la sospecha de que el hombre sabía por qué aún su tótem no se le había manifestado y por alguna razón no se lo decía. ¿Por qué? ¿Por qué nunca llegaba a decirle nada? ¿No era tan mayor como para marcharse sola? ¿No era tan mayor como para enfrentarse a lo desconocido con sus manos desnudas? ¿Por qué aún la trataban como a una niña? -En el futuro, abre tu mente. No te aferres al pasado y vivirás una vida plena. -¿Qué?– la furia que había estado amortiguando con lágrimas estalló.– ¿Cómo te atreves? ¡Mi vida entera ha estado ligada al pasado! ¡Cada día! ¡Ya sea por mi nacimiento, por lo lenta que soy en ciertas cosas o lo rápida que soy en otras, el recuerdo de mis hechos, mis castigos…! Todo hasta este mismo momento está ligado al pasado, Orbeli. ¡¡Un pasado que no me quieres contar!! ¿Qué demonios temes? ¿Qué me ocultas? ¿Qué le pasó a mi madre? ¿Quién es mi padre? ¿Por qué dicen que soy una mestiza? ¡No sé nada de mi pasado y me dices que me vaya y que no me aferre a ese pasado! -Es un pasado que arrastró demasiadas vidas al abismo, Tsiuri. La de tu madre incluida y… Orbeli cerró la boca a tiempo. -Lo estás haciendo otra vez, chamán.– dijo la chica con una medio sonrisa cínica.– Soy lo suficientemente mayor como para echarme de la aldea, pero aún me tratas como a una niña. -No está en mi mano revelarte esa información. Juré que ni una palabra de más saldría de mis labios. -¿A quién se lo juraste? -¡A tu madre, por todos los dioses!– estalló Orbeli.– Y si ella no te ha contado nada, sus razones tendrá. El mundo es mucho más complicado que las rencillas de una aldea diminuta como esta. Es mucho más compleja que cualquier cosa que hayas imaginado sobre tu pasado. Es mucho más… Es tan complejo que la única manera en que lo comprendas no es a través de mis palabras o siquiera las palabras de tu madre. Has de vivirlo tú misma. Por primera vez desde que tenía recuerdos, Tsiuri supo que aquellas eran las palabras más sinceras que el chamán le había dicho jamás. Y también supo que no podría conseguir mucha más información de él. Aquello había sido lo más parecido a una confesión que podía esperar. Entonces Orbeli sonrió y le acarició la mejilla quitándole un par de lágrimas que aún colgaban de sus ojos. -¿Ves? Tus ojos lo dicen todo. Tus ojos no están hechos para esta aldea. -Pero yo sola… Orbeli sonrió y se dio la vuelta para buscar entre sus cosas. Abrió una caja y sacó un amuleto. -Eres lista y sabes defenderte.– colocó el amuleto en el cuello de la chica. Ella lo miró sin saber qué era.– Es el símbolo de la familia del chamán Imeda, el que me enseñó los caminos de los espíritus. Espero que te ayude en tu búsqueda como me ayudó a mí. -Tengo miedo… -Es normal, pero un viejo guerrero me dijo una vez que la mejor manera de ahuyentar al miedo era ponerlo de tu parte.– Tsiuri pareció confusa.– En resumen, que tienes que dar tú más miedo que el que te den a ti. -¿Yo dar miedo?– Tsiuri casi se rió, pero al final sonrió.– Entonces… esto es una despedida, ¿no? -Espero que no para siempre. -Yo también lo espero.– Tisuri abrazó al que había sido la única figura paterna que había conocido.– Volveré. Y cuando vuelva sabré cuál es mi tótem. Orbeli le devolvió la sonrisa mientras la veía alejarse en la oscuridad. El cielo estrellado y el aire fragante de aquella tardía primavera le resultaron especialmente refrescantes, como el principio de algo.

Baia observaba cómo su hija metía algunas cosas en un petate con una meticulosidad desconocida. Al final, cuando el resultado satisfizo a la muchacha, lo cerró y se lo anudó al pecho. No era especialmente ligero, pero había conseguido hacerlo bastante compacto para todo lo que llevaba. Raciones, una muda, hierbas curativas, un par de cuchillos y algunos objetos imprescindibles para una marcha larga por el desierto, como agua y pieles para cubrirse del sol. Cuando por fin se volvió hacia ella, Tsiuri estaba perfectamente lista para su marcha. Su hija era alta para la media de la aldea. Su pelo negro, trenzado infinitamente, caía por sus hombros como un manto. Sus ojos negros, afilados, desafiantes, parecían ver más allá de uno. Las cejas altas dejaban el rostro joven y limpio, con una expresión de perenne pregunta. Hoy, especialmente, parecía brillar con luz propia. Baia suspiró y se obligó a sonreír mientras su niña apartaba la estera de la entrada de la cueva. No habría despedidas, ni manos agitándose tras ella. Nadie se daría cuenta hasta dentro de un par de días. Entonces llegarían las preguntas. Bien podía no contestarlas. Llevaba 16 años sin contestar ni una sola pregunta y no iba a empezar ahora. No había contestado ni siquiera las que le hacía su hija. Una punzada de culpabilidad le atenazó el corazón durante un momento. Tsiuri se dio la vuelta. -Bueno… Creo que ha llegado el momento, ¿no?– parecía nerviosa, expectante… casi ilusionada. Baia quiso agarrarla para que no se fuera. Había dado su consentimiento a su marcha, había peleado con Orbeli y hasta había preparado el mersur. Ahora que el momento había llegado se sentía flaquear. El mundo allá afuera era terrible. -Hija, ten cuidado.– dijo al final.– No te fíes de nadie. Cuídate de mercaderes y piratas. No te dejes engatusar. Recuerda quién eres y cuál es tu objetivo. Y… acuérdate de tu vieja madre de vez en cuando. Al final no había podido remediarlo y gruesas lágrimas se deslizaron por su curtido rostro. Tsiuri la abrazó con fuerza. -No te preocupes, mamá. Estaré bien. Volveré. Baia asintió sin creerla realmente. Poco después la figura de su hija había desaparecido camino abajo en la montaña. El viento caliente de la mañana había secado las últimas lágrimas. Unos pasos a su espalda le dijeron que tenía visita. No necesitó volverse para saber quién era. -Se ha ido ya. Llegas tarde. -No, llego a tiempo.– Orbeli esperó a que Baia se dignara a mirarle a la cara.– Tienes que venir a ver algo. En la casa del chamán, en la estera ceremonial, unos huesos de cabra con marcas mágicas estaban extendidos de manera, a la vista de un profano, bastante desordenada. Baia en cambio, no era ninguna profana. -¿Eso es…? Orbeli asintió. -Ése es el destino de tu hija.– dijo el chamán.– Hice esta consulta ayer por la noche, justo después de que se fuera. Baia se arrodilló frente a la estera y observó los huesecillos con expresión tensa. Al final se cubrió la cara con las manos. -El pasado que no se resuelve vuelve a llamar a tu puerta, Baia.– dijo Orbeli.– ¿Por qué nunca le contaste nada? -Quería protegerla… -Pues ya ves que no… Baia se incorporó de un salto cortando la frase del chamán y le miró con fijeza. -Es fuerte. Es mi hija.– Orbeli hizo un amago por decir algo. Baia alzó una mano para callarle.– Ya es demasiado tarde, Orbeli. Si los dioses y los espíritus han decidido su destino, así sea. No somos más que gotas de lluvia, chamán. -Tú mejor que nadie deberías saber que hasta la más insignificante gota de lluvia puede provocar una inundación.– Baia se detuvo a medio camino de la puerta. Orbeli suspiró.– Pero es cierto. Tu hija es fuerte. Pero no porque tú seas su madre. Baia se volvió y le fulminó con la mirada llena de reproche, pero sin decir una palabra más apartó la estera y salió de la casa del chamán. Ahora, tal y como él había lanzado aquellos huesecillos la noche anterior, la suerte de aquella niña estaba echada, y a la larga, la de todos ellos.

-En qué piensas. Kalú desvió la mirada y resopló con hastío. -¿Es que tengo que estar pensando siempre en algo? -Tú, desde luego. La mujer se recogió su brillante mata de pelo rizado con una aguja de hueso labrado demasiado rico como para pertenecer a una esclava como ella. El awilu a su lado observó cómo la luz la luz del amanecer atravesaba la suave gasa que cubría a la esclava delineando su figura. “Realmente, es una esclava excepcional. Tengo que convencer a Lerú para que me la venda…”. La mujer se volvió y le miró casi con la misma intensidad. -¿Qué opináis de mí, mi señor Ekur? ¿He respondido a lo que se me pedía? El noble sonrió condescendiente. -Excepcionalmente bien, como siempre. Recuérdame decírselo a tu ama, Kalú. Tiene una joya entre sus dedos.– el awilu se incorporó. Aun a pesar de ser alto entre los suyos, casi treinta centímetros les diferenciaban en altura. Ekur volvió a sonreír mientras cogía unos dátiles de un cuenco. Tumbados eso no importaba.– Quizá le pida a Lerú que vengas conmigo. ¿Qué me dices? -Que no soy quién para decidir sobre mi destino, mi señor. Pero me alegro de haberle complacido. “Ah… se le da demasiado bien ese papel”, pensaba Ekur. Kalú podía haber sido esclava desde su nacimiento, pero su formación y su carácter no podía ser menos sumiso. A pesar de ello, era una actriz perfecta. Sabía hacer su trabajo y eso, al margen de sus aptitudes amatorias, era lo que más le gustaba. Tenía que conseguirla como fuera. Pagaría lo que fuera. El noble Ekur había tomado una decisión. -Perfecto pues.– dijo al final. Luego dio dos palmadas. De detrás de unas puertas adamasquinadas aparecieron tres esclavas. Dio la orden de preparar un baño, desayuno y transporte. Tendría a Kalú en su casa aquella misma noche y tenía que solucionar algunos trámites de propiedad. Lerú no podría rechazar su oferta. Cuando Ekur abandonó el cuarto, Kalú se permitió por fin respirar. Podía ver cuál serían los próximos movimientos de aquel awilu aun con los ojos vendados. Estaba ciego y ella ahora era su lazarillo. Lazarillo en la sombra, lazarillo escondido, sutil. Siempre sutil. Y con Ekur aún más. No era un awilu cualquiera. Cierto es que había conseguido hechizarle, pero de tonto no tenía una sola trenza de su barba. Pero aquello no cambiaba un ápice sus planes. No, todo lo contrario. Sólo tendría que tener más cuidado, pero aquello le ayudaba incluso en su plan. Un cabeza de turco perfecto. Lerú le denegaría su compra. De eso estaba segura. No conseguiría abandonar la casa de los Vakara ni aunque el mismísimo Sargón interviniera en la venta. No. Lerú no podía dejarla ir. Sabía demasiado. Por los dioses que sabía demasiado. Se abrazó para contener el escalofrío que le subió por la espina dorsal. Ser esclava en una de las familias nobles más influyentes de Akkad y, para colmo, ser la favorita de la señora, tenía sus ventajas. Tenía más margen de movimiento que muchos otros esclavos, y disponía de numerosas fuentes de información. Pero ser esclavo era, fundamentalmente, vivir en un mar de desventajas. Con el tiempo, asistir a las fiestas de su ama se había convertido en casi la menor de sus preocupaciones. El hecho de tener que amoldarse con una sonrisa y actitud solícita a cualquier deseo de los invitados de su ama era algo que, con la práctica casi constante desde los 17 años, había conseguido convertir en un mero trámite. Lo que no terminaba de asimilar, lo que a pesar de su actitud profesional, de su permanente autodominio y visión cínica del mundo le era imposible superar eran las “otras” fiestas de su ama. El noble Ekur no tenía ni idea de estas prácticas. Aunque los invitados siempre eran de la más alta aristocracia, y Ekur lo era, no se encontraba en el círculo íntimo de Lerú y, por tanto, al margen de sus fiestas especiales. En ellas… Kalú sintió otro escalofrío. ¿Estaría refrescando? Las esclavas ya estaban recogiendo el cuarto. Ella se dio un baño. Ni por mucho que frotara lograría quitarse la suciedad del cuerpo. Durante meses tuvo heridas en las manos de tanto lavárselas después de las primeras “fiestas” de aquel tipo. Se lavaba las manos, los pies, y toda superficie expuesta de tal manera que le habían salido heridas por todas partes. Lerú amenazó con hacerle ella misma esas heridas si no terminaba con aquel comportamiento. Ella le pidió que por favor dispusiera de su vida si era lo que deseaba, pero que no la incluyera en esos eventos nunca más. Lo que hacían allí… sus ojos… su mente… no podía concebirlo. Tenía pesadillas, no dormía… Se estaba volviendo loca por momentos y la sola idea de volver a entrar en aquella sala y ver aquellos rituales malditos… Respiró hondo. Por suerte o por desgracia había empezado a superarlo. Al menos no tenía arranques histéricos sin motivo, ni despertaba llena de arañazos que se hacía con sus propias uñas o… Ahora simplemente había encontrado algo más interesante en qué pensar. Mantenía su cabeza ocupada. Sólo así evitaba perder la razón. Su objetivo: destruir a la familia Vakara fuera como fuera. Y precisamente aquellos rituales serían su fin. Había visto demasiado y maldita sea su memoria que además había aprendido demasiado. Los awilu tenían tratos con criaturas de más allá de la tierra de los dioses que, de seguro, no tendrían permiso de éstos para hollar el mundo. Lo que hacían estaba, no mal, sino peor. Ni el más cruel asesinato podía compararse a la maldad de aquello. La realidad se deshacía en jirones cada vez que llamaban a esas criaturas. ¿Por qué lo hacían? ¿Por poder? ¿Por magia? ¿Por placer? Malditos sean los Vakara por ello y por obligarle a presenciarlo. ¡Malditos sean! Ekur sería, ante todo pronóstico, su salida de emergencia. Aquella noche sabría si podría utilizarle. Habría otra fiesta, de las normales por suerte. Posiblemente volviera a elegirla a ella para compartir su lecho. Entonces sabría. Entonces planearía su próximo paso. Salió del baño. Pero antes tenía que hacer recados. Se vistió y llamó a Ia, su ayudante personal. La muchacha, recién llegada de la ciudad de Mari, aún no estaba acostumbrada a los excesos de la corte de Akkad. Por su belleza la habían dejado a su cargo. Quién mejor que la bella y experimentada Kalú para enseñar a la pequeña los misterios del oficio. La muchacha, de apenas 14 años, aún era joven para las fiestas de Lerú, pero pronto la llamarían. Sin querer, Kalú se había jurado a sí misma destruir aquella familia antes de que Ia cumpliera los 17 años, edad a la que entraría en el grupo de esclavas escogidas para placer de los invitados. Quizá así lograra redimirse un poco… Hoy su tarea estaba cerca del puerto. Habían llegado de Sippur unas telas nuevas con las que Lerú Vakara quería cubrir los lugares de recreo de sus invitados. Confiando en el gusto exquisito de Kalú, había ordenado a su predilecta que fuera y comprara las telas más hermosas que viera. No importaba el precio. El puerto le repugnaba y fascinaba a la vez. Criada en los más ricos lujos aquella suciedad, el olor repugnante del pescado podrido y las salazones, las pieles sin curtir, los riachos de agua sucia de los tintes de los curtidores, el sudor y los malos modos de los marineros… Todo rezumaba libertad, fiereza, locura… arrebato. Con cierta dificultad, Kalú localizó el barco del mercader de telas. Estaban bajando el material y amontonándolo en el puerto. Observadora como era, se dio cuenta de que los movimientos de los estibadores eran seguidos con atención por un hombre que parecía estar bebiendo una cerveza al sol, apoyado en una baranda. Al sentirse observado se volvió, sonrió y saludó con un ligero gesto inclinando la cabeza. Ante lo cual dejó el vaso y se marchó con total tranquilidad. Kalú no le quitó ojo hasta que desapareció. -Señora Kalú, el mercader la espera.– llamó Ia con su vocecita despertándola de una especie de trance. -Ah, sí, disculpa, Ia. Vamos. Apenas prestó atención al mercader. Eligió las telas que más le gustaron, pero no se preocupó de regatear ni de discutir el precio. Era tan poco habitual que hizo que Ia se preocupara y le preguntara si todo iba bien. Ella le quitó importancia. Quizá tenía demasiadas cosas en la cabeza. Aquella noche prometía ser crucial. Estaba preocupada por Ekur, estaba claro. Salieron del despacho del mercader y bajaron de nuevo al ruidoso puerto. Los ojos azules de Kalú fueron directamente al hombre de la baranda como atraídos por un imán. El hombre volvió a sonreír y a saludar, pero esta vez no se marchó. Incomprensiblemente turbada desvió la mirada y metió prisa a Ia, que la siguió rápida por entre la gente y las cajas de mercancías. Un momento después vio un movimiento a su derecha y Kalú giró la cabeza a su pesar. -Espero que no tenga intención de robarnos, señor. -Me temo que para eso usted ha sido más rápida que yo.– el hombre se inclinó hacia ella hasta una distancia suficiente para susurrarle al oído.– Ya me ha robado el corazón. -Ah, por favor…- Kalú se detuvo en seco. Ahora más que turbada se sentía molesta. Que ese zarrapastroso del puerto pretendiera seducirla con una frase como esa la ofendía como profesional.– Haga el favor de dejar de seguirnos o me veré obligada a llamar a mis guardaespaldas. Sepa que soy propiedad de Lerú Vakara. El hombre no se inmutó. Sólo volvió a sonreír socarrón y se inclinó. -Discúlpeme, mi señora. Sólo pretendía admirar su belleza durante unos instantes más. Kalú se limitó a alzar la barbilla con altivez y se volvió para seguir su camino con una perpleja Ia por detrás. Al cabo de cuatro pasos volvió a sentir la presencia del hombre a su derecha. “Qué pesado…”. Decidió ignorarle. -Pero no sólo me ha cautivado su belleza, mi señora, sino también su gusto. Ha elegido usted las telas más hermosas que ese ladrón ofrecía. -¿Ladrón?– ¡Maldita sea! ¿No iba a ignorarle? Molesta consigo misma siguió andando pero a menor velocidad. El hombre a su lado asintió. -En efecto, mi señora. Ese mercachifle de Sippur vende lino a precio de seda, y como sabrá, la calidad no es la misma. No sé a qué precio se la habrá comprado, pero después de verle la cara cuando ustedes bajaron de su barco… me da la impresión de que hizo buen negocio. -Es verdad, las telas fueron caras.– dijo Ia interesada.– Pero la señora Kalú no regateó. Kalú llegó tarde para callar a la muchacha. -Kalú…- dijo el hombre.– Hermoso nombre. Ciertamente no muy habitual entre los esclavos. Mi nombre es Seluku, para servirla. -Nadie le ha preguntado su nombre, señor. -No, pero es cortesía presentarse. Le propongo un trato, señora Kalú. Le prometo renegociar sus telas a un mejor precio antes de la primera hora de la tarde. -Necesito las telas antes del anochecer. -Tiempo más que de sobra. Kalú no contestó inmediatamente. Sabía que su ama le había dicho que no importaba el precio, pero había estado tan descuidada en la negociación que si lo pensaba realmente las había comprado demasiado caras. Quizá debiera ir ella misma a renegociar el precio. El hombre pareció captar su momento de duda. -Le prometo discreción y rapidez. Sus telas estarán en la Casa de Vakara dos horas antes de la puesta de sol. Se lo prometo por mi honor. -¿Honor? ¿Qué honor tiene un completo desconocido? -El que usted quiera darme. “Meloso y liante”, pensó Kalú. Meloso y liante, pero terriblemente atractivo, y por los dioses que tenía ese aire seguro y salvaje que le recordaba a… -Usted es un pirata, ¿me equivoco? -Y por ello un temible negociador. -A punta de cuchillo, me imagino. -No necesariamente, mi señora. Un pirata no sólo se dedica a redistribuir riquezas, sino también a sacar provecho de ellas. Si simplemente nos dedicáramos a robar, ¿qué bien sacaríamos de ello? Un montón de telas no valen nada si luego nadie nos las compra a un buen precio. Ahora estaban hablando en serio. Pirata y traficante era básicamente lo mismo en realidad y desde luego ese hombre no podría hacerle un precio peor del que había salido del mercader legítimo. No tenía nada que perder. Se detuvo y le hizo frente. -Ia, cariño, adelántate. Tengo que hablar con este señor. Diles que estoy sacando un precio mejor para la señora.– al fin y al cabo era absolutamente cierto. -Sí, señora Kalú. La niña salió corriendo calle arriba. Kalú entonces siguió al pirata Seluku hasta una taberna no muy lejos de la calle principal. Al entrar, Kalú reparó en que al menos aquel pirata sabía establecer unas buenas bases para la negociación. A pesar de no dejar de ser una taberna, era evidente que era una de cierta clase y refinamiento. Al menos estaba limpia y tenía varios apartados ocupados por ricos mercaderes en lo que parecían intensas charlas de negocios. “Meloso, liante y más listo de lo que parece”. Tendría que andarse con ojo. Encontraron un espacio libre al fondo de la sala y echaron las cortinas para que aquel privado lo fuera del todo. Al cabo de unos segundos una camarera les dejó dos jarras de cerveza especiada. -De acuerdo, señor pirata. ¿Qué precio me ofrece? -¿Qué precio le dio al mercader? -50 pieles de oveja, 5 balas de lana y 25 cargas de avena. -Barato me parece. -¿Barato?– Kalú había mentido adrede.– ¿No sabe que el precio de la avena ha subido después del desastre de Susa? El pirata sonrió y arqueó una ceja. -Algo he oído… Unas inundaciones o algo así, ¿no? Pero conozco a ese ladrón, y una expresión de felicidad como la que le vi hace un rato no se logra sólo con eso. -¿Insinúa que le miento? -No, por favor.– el hombre se inclinó sobre la mesa. Tenía el pelo negro trenzado a la moda de los sureños de Eridu y le enmarcaba el rostro moreno y de rasgos finos. Sus ojos, negros y afilados, parecían atravesarla como si no hubiera nada entre ella y la pared posterior. Susurró.– Lo afirmo. De nuevo Kalú sintió cómo enrojecía como una adolescente. “¡Imbécil, contrólate! ¿Qué demonios te pasa?”. Enfurecida con ella misma logró parecer lo suficientemente ofendida como para salvar la situación. -¿Cómo se atreve? ¿Es usted consciente de que podría levantarme de aquí y dejarle en la estacada? He venido por la oportunidad de sacar un precio mejor por lo que ya es mío. No lo olvide. -¿Lo que ya es suyo? Mmm… Es curioso lo rápido que los bienes pueden cambiar de manos hoy en día. Maldita sea, la tenía en sus manos. ¡Un mindundi cualquiera la tenía bailando a su son como si nada! No podía aparecer en el Palacio sin las telas y desde luego si dejaba que aquel Seluku se saliera con la suya acabaría peor que azotada. Había cometido un error comprando a tan alto precio, pero aún peor había sido ceder a ese hombre. -Tiene dos opciones, señora Kalú.– dijo el pirata recostándose en el banco.– Una, me dice la verdad sobre el precio y hablaremos a partir de ahí. Tendrá sus telas y aquí paz y después gloria. Y dos: sigue mintiéndome y no sólo tendrá que pagar al mercader, sino que además se encontrará esta noche sin las telas porque habrán navegado muy lejos de aquí en mi barco. ¿Qué elige? -Es usted despreciable, un… -… pirata, señora, ni más ni menos. No culpe al ave por volar cuando está en su naturaleza. Laméntese usted por no tener alas. -Está bien.– masculló al final la mujer.– El precio fijado fue de 50 pieles de oveja, 5 balas de lana y 25 cargas de avena además de un cofre de marfil con 3 pares de pendientes y 2 collares de lapislázuli. Y un mes de atraque en el puerto. -Ah, señora Kalú. Realmente compró caro por unas simples telas.– asintió el pirata.– Le ofrezco un precio mejor. Quédese con el mes de atraque. No lo quiero. Y con las 5 balas de lana. Y los tres pares de pendientes. En cuanto al cofre de marfil y los collares… podemos llegar a otra clase de acuerdo, usted y yo. -Entonces creo que ya no tenemos nada más que hablar, señor Seluku.– Kalú se levantó y alargó una mano para apartar la cortina. -Vale, vale, creo que ahí me he pasado. Le pido disculpas, mi señora.– Kalú se detuvo y le miró. El pirata seguía sentado, tranquilo, controlando la situación y ligeramente divertido.– Dejémoslo en las pieles, la avena y el cofre. ¿Trato hecho? A pesar de lo humillante que le había parecido toda aquella conversación no podía dejar de pensar que al final sí había conseguido un precio mejor. No le estaba saliendo a precio de ganga, pero al menos era más razonable que lo que había acordado en un principio en plena enajenación mental. Respiró hondo para tratar de recomponerse un poco. Aquel hombre le ponía demasiado nerviosa. Se sentía como una cría a su lado, como una tonta que no sabía nada, como alguien indefenso e influenciable. ¡Ella, que se disponía a tumbar a la familia más importante de Akkad utilizando las mismas artes que ese hombre había usado con ella! ¡Imperdonable! Terminarían aquel negocio, tendría sus telas y no volvería a ver al pirata Seluku nunca más.

-Está usted empeñado en aparecer en mis pesadillas, pirata. -No sea cruel, mi señora.– ante ella estaba Seluku que había ido personalmente hasta el palacio para coordinar la descarga de las telas. Ahora los esclavos de la casa se estaba haciendo cargo de la nueva mercancía.– ¿Qué delito hay en querer ver una belleza como la suya una vez más? No siempre se tiene la oportunidad de hacer negocios con alguien como usted. -Puedo decir lo mismo.– resopló la mujer a su pesar. -Como ve he cumplido. Kalú arqueó una ceja y se volvió al secretario contable de Palacio al que le pidió la tablilla que sellaba la transacción y que indicaba el pago de la mercancía. Se lo entregó a Seluku. El sello de la casa Vakara estaba en la parte posterior del pagaré. Satisfecho el pirata se inclinó en deferencia. -Siempre es un placer hacer negocios con usted, señora Kalú. Espero que nuestra relación comercial no se limite a este día. -Yo preferiría no volver a verle, señor Seluku. -¿Está segura? Quizá fuera el aroma de los jazmines y los galanes de noche que empezaban a oler a esa hora de la tarde, o que había bebido un poco de más en la comida, o que el calor aún fuera demasiado fuerte… pero el tono de su voz, el olor a cuero y a madera que desprendía y aquellos ojos le hicieron perder durante un instante el control de sus piernas. Se rehizo de manera tan brusca que pegó un respingo y sin saber qué hacer se limitó darse la vuelta y marchar hacia el interior del Palacio todo lo dignamente que pudo. Ya en su cuarto se dio cuenta de que el corazón le latía tan deprisa que estaba segura de que las esclavas de la habitación de al lado podían oírlo. Se sentía con fiebre, enferma. Quizá debiera tomar un baño. Aquella noche tenía que estar espectacular para el noble Ekur. “Oh… es cierto… Ekur, mi plan… ¿Cómo lo he podido olvidar?”. Aquello no era normal. Tenía que centrarse. Se jugaba mucho aquella noche. Se dio un par de palmadas en la cara y llamó a las chicas que se encargaban de acicalarla cada noche. Mientras la peinaban, la perfumaban y la maquillaban pensó en su plan. “Bien, por pasos.”, comenzó en su mente. “En primer lugar tengo que saber si Ekur había conseguido algo en cuanto a comprarme. Si lo ha logrado… Bueno, eso complicaría un poco las cosas, pero como no creo que eso suceda en ningún caso descartaré esa posibilidad. Bien, supongamos que Ekur ha iniciado el papeleo para el traspaso de propiedad. Lerú no lo aceptará, pero como la burocracia funciona como funciona todo el proceso tardará unos 3 o 4 días.” -¿Qué vestido se pondrá hoy, señora Kalú?– preguntó una de las muchachas. -El rojo. Notó las miradas cómplices de las chicas y no las culpó. El vestido rojo era el vestido más provocativo que tenía, y ninguno era especialmente recatado. Si elegía ese vestido era porque aquella noche entraría a matar. Con él atraparía a Ekur definitivamente. “Vale, el proceso legal tardará 2 días”, continuó en su mente, “¿Me dará tiempo?” Ciertamente sus preparativos estaban todos planificados para la fiesta “especial” de dentro de 2 días. Todo tenía que acabar en 2 días. Al menos el aspecto… destructor de su plan estaba terminado. Sólo quedaba asegurar la retirada. Ekur sería su retirada si aquella noche jugaba bien sus cartas. Para cuando las chicas terminaron de prepararla, la noche ya había caído sobre el Palacio de la Casa de Vakara.

Estaba incómodo. En primer lugar, porque vestirse de gala no podía gustarle a nadie. Esos collares de casi 10 centímetros de ancho llenos de piedras pesaban lo suyo y qué demonios, pinchaban. Además se le enganchaban los pelillos del pecho y de cuando en cuando daba un respingo de dolor porque el puñetero collar se había llevado por delante 2 o 3 pelitos sólo porque se había movido un milímetro. Pero no sólo los collares eran un fastidio. ¡Tenía que peinarse! Los dioses sabían que la barba de un awilu era lo más parecido al infierno en la tierra. Daba calor y no había quien pusiera orden en esa mata de pelo. Su padre siempre había podido trenzarla, pero desde luego ésa era una hazaña para la que él, claramente, no estaba destinado. Ashur-Ettu, hijo, nieto y biznieto de comerciantes, estaba invitado en la excepcional fiesta de los Vakara aquella noche. ¿Por qué? No era un comerciante especialmente importante. Bueno, el negocio funcionaba bien, pero tampoco nadaban en la abundancia. Daba para vivir bien, desde luego, pero pare usted de contar. Entonces, ¿por qué un comerciante menor, con fama de libertino y borracho estaba invitado a tan exclusivo evento? Pues básicamente porque era muy majo y tenía un lío con la hija de la señora de la casa. En secreto, por supuesto. Si se hiciera público lo primero que rodaría no sería precisamente su cabeza, sino más bien sus… -¡Buenas noches, caballero! ¡Bienvenido!– el esclavo le recogió la capa y le condujo al interior del Palacio mientras sus esclavos se alejaban con el palanquín que le había traído desde su casa en el Karum. El comerciante subió las escaleras hasta el primer salón y al llegar una esclava le dio un vaso con cerveza de frutas. Miró el refrigerio con cierta desilusión. “Supongo que los adultos aún no han llegado…”, pensó para sí mientras veía una cara conocida que se aproximaba a él sin posibilidad de huida. -Buenas noches, Ettu.– el awilu que tenía delante era más o menos de su edad, pero parecía mucho más joven. La túnica verde y el cinturón de piedras preciosas le daba una apariencia demasiado distinguida para quien realmente era.– No te esperaba hoy aquí. De entrada, ya habían empezado mal. Ur de la familia Sinnu, era el heredero de una rica familia de mercaderes de joyas. Su familia y la de Ur habían sido rivales comerciales durante varios siglos, pero no había sido hasta su generación que la rivalidad se había convertido en enemistad personal manifiesta. Y Ur ya había lanzado la primera puya llamándole de la manera familiar que utilizaban sus más allegados. Ettu sonrió. -¿A no? Es curioso, creo que la dama Vakara a ti tampoco. Ur rió. -Estás perdiendo facultades, Ettu. Ahora ni tus insultos valen para nada. Una figura esbelta para ser una awilu, vestida con sedas y ceñida con las joyas más vistosas que había en la sala se apareció por detrás de Ur. Una mano decorada con henna le dio dos toquecitos en el hombro. Ur se volvió. Al reconocer el rostro de la awilu se puso tenso y esbozó una sonrisa nerviosa. -¡Mi señora! ¡Qué honor! Ha organizado una fiesta fantástica. -Señor Sinnu, tendrá que disculparme, pero… – una mirada fugaz de los ojos de la awilu hacia Ettu le indicó que le seguiría la charada.– creo que ha habido un terrible error. Ur se quedó lívido y miró a Ettu. Éste frunció el ceño en una falsa expresión de interés y preocupación. -Eh…- titubeó Ur.– ¿A qué se refiere, mi señora? -Creo que la invitación de la casa Sinnu no… ¡Oh, qué situación tan incómoda, señor Sinnu, discúlpeme! -No, por favor, adelante. Trataremos de solucionar el problema como sea. Diga. -La invitación no era para usted. Sino para su padre. Ettu tuvo que hacer un verdadero esfuerzo físico para no estallar en carcajadas ahí mismo. En cambio mantuvo su preocupadísimo fruncimiento de ceño y chasqueó “apenado” con la lengua. -Ay, ay, ay, Ur… – meneó la cabeza con expresión sombría.– Es que hay que leer las invitaciones hasta el final. La palidez de Ur se convirtió en un rojo escarlata. Boqueó un par de veces, pero al no encontrar nada adecuado que decir dejó la copa en una mesita y sin más, se marchó. Fue entonces cuando Ettu se echó a reír a mandíbula batiente. Junto a él, Tzeturu Vakara, hija primogénita de la señora de la casa Lerú Vakara. De ella había heredado aquellos ojos verdes y la mata de pelo rizado que caía por los hombros de la awilu sujeto en una coleta alta adornada con piedras y plumas de colores. Aquella visión terminó de agotar la risa de Ettu, pero no su sonrisa. -Está arrebatadora, mi señora. -Y tú no has podido peinarte la barba, ¿eh? -Ah, bueno, las prisas.– se excusó sin ganas encogiéndose de hombros.– Acabo de llegar de Sippar. No me ha dado tiempo a mucho. Tzeturu sonrió pícara y se inclinó ligeramente hacia él. -Espero que no vengas demasiado cansado. -Dame algo más fuerte que este zumo para niños y seguiremos esta conversación donde quieras. Tzeturu rió. -Aún es pronto. Dejemos que el resto de la gente empiece a perder el norte y entonces desapareceremos. La secreta pareja se separó ahí, cada uno hablando con conocidos, comiendo y bebiendo de lo que les daban los esclavos, la música sonando… “Ah… qué coñazo de fiesta”, pensaba Ettu con una sonrisa en los labios. “Como no saquen la cerveza de verdad pronto, creo que me voy a quedar dormido en cualquier esquina”. Por suerte, un esclavo llamó a la cena principal y todos los invitados cambiaron de sala. Las cortinas que ocultaban el comedor principal se abrieron para mostrar una inmensa sala cubierta de ricas telas, cojines y respaldos de piel alrededor de mesas corridas bajas en las que las viandas se amontonaban en hermosos platos que desprendían aromas de mil tipos. Ettu empezó a salivar. Mientras se sentaba en el primer lugar libre que vio, la señora de la casa hizo acto de presencia ante la unánime ovación de los invitados. Tan hermosa como su hija, pero con las canas que dan los años, saludó, abrazó y habló a quien se acercó a ella con exquisita elegancia, como buena anfitriona. Lerú Vakara esperó a que todo el mundo estuviera sentado y el silencio fuera completo. Alzó las manos. -Queridos todos, os doy la bienvenida a mi hogar.– comenzó.– Sabéis que mi casa celebra estos días el decimoquinto centenario de la casa Vakara. Que estos festejos sirvan de agradecimiento al maravilloso pueblo de Akkad ya que sin él mi familia no sería nada más que arena en el desierto. -¡Larga vida a la Casa de Vakara!– gritó alguien. -¡Larga vida!– los invitados alzaban sus copas y gritaban el saludo con pasión. Lerú sonrío e hizo una ligera reverencia con la cabeza a modo de agradecimiento. -Sabed, amigos míos, que además esta noche hay otro motivo de alegría en este palacio.– Lerú se dio unos segundos de silencio para acumular expectación.– He concedido la mano de mi hija Tzeturu a Adad de Assur. Los aplausos, vítores y felicitaciones llenaron la sala, pero Ettu no podía oírlos. Una especie de niebla fría se había acomodado en su mente justo después de escuchar aquello. De hecho, no notó inmediatamente los dos toquecitos en el hombro que el esclavo le dio. Necesitó otros cuatro más para percatarse de la presencia del hombre. -Mi señor, un mensaje. El esclavo le dio una tablilla bocabajo. Ettu la aceptó y le dio la vuelta. La cara escrita tenía una capa de cera en la que los puntos y líneas que conformaban el mensaje estaban marcados. “Perdóname. Te lo explicaré todo.” Pasó el dedo pulgar por la blanda cera borrando el mensaje. Le temblaba el pulso. Respiró hondo y le devolvió la tablilla encerada al esclavo que aún esperaba detrás de él. -Ehm…- el hombre titubeó.– Mi señor, me han ordenado que le pida que conteste al mensaje. Dicho lo cual le entregó un punzón. Ettú frunció el ceño y cogió el punzón con