PRIMER CAPÍTULO QUE NO LLEGARÁ A NADA – Nº1

Los finales no son como los suelen pintar. No es como si un día amaneciera y todo fuera distinto. Eso sólo pasaba en las historias, en las películas, en las fantasías. Los finales radicales son algo tranquilizador. Los cambios siempre son traumáticos, para bien o para mal, y cuando se llega a ese punto de inflexión es porque, como con las placas tectónicas antes de un terremoto, se ha acumulado tal energía que sólo puede resultar en un choque. La perspectiva de que toda esa tensión, toda esa inseguridad termine en algún momento liberador es lo que nos protege de la locura y la desesperación.

Y sí, hay momentos en los que parece que ese final radical ocurre, pero al día siguiente amanece y sólo es un acontecimiento más de los que conforman el devenir natural de las cosas.

Los finales no son finales hasta que no hay cierta perspectiva histórica que los defina como tales.

Parece algo muy obvio, pero no lo es. Al menos no para mí hasta hace relativamente poco tiempo. Quizá es que sencillamente me esté haciendo mayor. Quizá la misma perspectiva se necesite para, bueno, absolutamente todo. Los seres humanos somos muy cabezotas y nos empeñamos en cometer los mismos errores una y otra vez. Es nuestra manera de aprender. A veces somos especialmente obtusos y ciertas lecciones las tenemos que aprender a través de otros. Ése fue mi caso. La verdad es que fue verdaderamente patético.

Os contaré la historia de cómo mi pupila me enseñó todo esto y mucho más. No nos tomará mucho tiempo.

Todo comenzó cuando su padre la trajo a mi casa. El hombre era un pobre hombre. Había tenido mala suerte toda su vida, pero su hija era lo más preciado que tenía y sabía que si algo había hecho bien, era ella. Y desde luego que aquella rapaza tenía algo especial. Tenía algo en la mirada que la hacía distinta. Era una especie de peso, de gravedad, como si el sólo hecho de que sus ojos se posaran en el mundo diera ese punto justo de realidad que le faltaba para materializarse del todo.