De amores prohibidos

Me animo a escribir esta pequeña historia, aquí, más anónimamente, para desahogo de un dilema que lleva en mi cabeza ya un tiempo que parece eterno. Una tortura interna que me obliga al silencio.

Conocí a mi mujer hace ya un lustro. Tenemos una nena de pocos años, de ojos azules y grandes. Coqueta e inteligente a partes iguales. Llegó en la peor época de la relación, cuyos problemas aparqué en pos de un mejor entorno para las necesidades de la pequeña. Ahora estamos bien sin estar perfectamente. Sin ser infelices, tampoco somos felices. Pero ejercemos como buenos padres y hacemos una vida muy llevadera.

Mi mujer tiene una hermana, mayor. Tiene tres hijos, con los que también tengo muy buena relación. Se divorció de su marido antes de que naciera mi niña. Cuando la conocí, después de unos cuantos encuentros típicamente familiares, pensé que de haber sido otras las circunstancias, podríamos haber encajado como dos piezas perfectas en un puzzle de desorden y caos. Mismas inquietudes, misma filosofía de vida y una ciencia especial entre nosotros. Nuestro tiempo juntos siempre se desliza en una franja mínima entre la grata cordialidad y el coqueteo inocente. O al menos siempre era así.

Celebré mi último cumpleaños en casa, sin mucho adorno: sólo familia y un círculo relativamente cercano de amigos. Soy de pocos regalos y quienes me conocen respetan esta tendencia. Entre todos, compraron, llevaron y ocultaron una barbacoa en el jardín. Llevaba unas semanas haciéndole una pequeña casa entre los dos naranjeros que protegen la puerta de atrás. Ése fue el broche a todo el trabajo que levanté. Pero el mejor regalo, el que me quita el sueño desde entonces, el que ha roto los primeros muros de contención, fue el que me hizo mi cuñada.

Casi todos los invitados fueron puntuales, aunque algunos se retrasaron. A las 21:03, justamente, y tengo esa hora grabada en mi mente, sonó el timbre y fui a abrir. Era ella. Llevaba un vestido negrísimo, que le caía a medio muslo, y unas medias también oscuras que le hacían, junto a sus zapatos de tacón, unas piernas infinitas, un universo en el que perderse. Venía discretamente maquillada, como quien se pinta para la guerra y no ser visto. Nos miramos, nos sonreímos y después de unos segundos, unos minutos o yo qué sé cuánto, me dio las felicidades y un abrazo. Se deslizó hasta los demás invitados con un contoneo infernal.

La intenté evitar, instintivamente, durante toda la noche, como esquivando a un tigre en medio de la selva. Pero ahí ocurrían las miradas, las sonrisas intercambiadas. Se había prendido una mecha dentro de mi cabeza y era incapaz de apagarla. Pensaba, aun así, que podía controlarla, hasta que después de uno de mis viajes al baño, al acabar y abrir la puerta, allí estaba ella, esperando entre la maleza a una presa que rogaba ser cazada. Las paredes comenzaron a dar vueltas mientras nos fulminábamos los ojos. Cada vez más rápido hasta que, más allá de cualquier dicotomía, acabamos besándonos. Sólo eso.

Ahora nos escribimos por WhatsApp, leemos mensajes crípticos en nuestros muros de Facebook. Siempre con ese regalo en el recuerdo. Cada palabra, cada coma se convierten en puntos suspensivos, en naves que me trasladan a otro mundo, en carreteras que me guían hacia una vida viva. Pero todas, carreteras con peaje.