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Si usted es un ávido lector de cuentos de terror, usted sabe lo difícil que puede ser escribir uno que no sólo asusta a los lectores, sino también los cautiva. Escribir un relato corto de terror es un arte que requiere práctica. Por suerte, hay algunos elementos clave que debes tener en cuenta a la hora de escribir un relato corto de terror para asegurarte de que destaque entre los demás.

Crear una atmósfera de miedo

La parte más importante de cualquier relato de terror es crear una atmósfera de miedo. Es esencial crear tensión desde el principio para que los lectores no se aburran ni se desinteresen en los primeros párrafos. Asegúrese de utilizar descripciones e imágenes vívidas para crear una escena que cale hasta los huesos a los lectores. Además, los efectos sonoros, como el crujido de las puertas o los extraños crujidos nocturnos, contribuyen a crear suspense.

Establezca conexiones emocionales con los personajes

Para que los lectores se interesen realmente por lo que ocurre en su historia de terror, deben ser capaces de conectar con sus personajes a nivel emocional. Es importante que tus personajes parezcan reales y relacionables; esto ayudará a que los lectores se involucren más en su historia y será más probable que se asusten cuando los acontecimientos empiecen a tomar un cariz oscuro. Para ello, puede dotar a cada personaje de sus propios rasgos de personalidad y antecedentes, lo que permitirá a los lectores comprender mejor quiénes son y por qué aparecen en la historia.

Termina con broche de oro

El final de tu relato de terror es tan importante como el principio; debe dejar a los lectores con una sensación de satisfacción y no de decepción o confusión. Intente no dejar demasiados cabos sueltos; en su lugar, resuelva las tramas pendientes de modo que todas las preguntas queden respondidas antes de que los lectores terminen de leer la última frase. Así no se sentirán confundidos ni defraudados al terminar el relato

Conclusión: Escribir un buen cuento de terror requiere tiempo y práctica; sin embargo, si se hace correctamente, puede ser muy gratificante tanto para el escritor como para el lector Recuerda estos consejos cuando escribas el tuyo: crea una atmósfera de miedo con descripciones vívidas y efectos de sonido; desarrolla conexiones emocionales con tus personajes dotándoles de personalidades e historias de fondo únicas; termina con una nota alta cerrando cualquier trama pendiente antes de que los lectores hayan terminado de leer Siguiendo estas pautas, conseguirás crear un relato de terror asombroso que dará que hablar durante años.

Durante siglos, se han contado historias de terror y suspense para cautivar al público con sus temas oscuros, imágenes vívidas y elementos sobrenaturales. Estas historias se clasifican como “terror gótico”, un género que ha evolucionado con el tiempo y que sigue siendo popular hoy en día. Exploremos qué hace que el género de terror gótico sea tan cautivador.

¿Qué es el terror gótico?

El terror gótico es un género literario que combina elementos de horror, romance, melancolía, muerte, miedo, misterio e incluso amor. Se centra en el lado oscuro de las emociones humanas a la vez que explora fenómenos sobrenaturales y misteriosos. Entre los temas habituales del terror gótico se encuentran el aislamiento (tanto físico como psicológico), la locura, el crimen, la venganza, lo sobrenatural o paranormal, la religión frente a la ciencia/razonamiento/lógica/racionalidad, los secretos familiares y las maldiciones. El terror gótico también suele incluir una protagonista femenina fuerte que lucha contra fuerzas opresivas que amenazan su seguridad o su cordura. Piense en clásicos como Frankenstein, de Mary Shelley, o Drácula, de Bram Stoker.

Evolución del horror gótico

Las raíces del terror gótico se remontan a 1764, cuando Horace Walpole escribió El castillo de Otranto, una novela sobre un príncipe italiano que descubre que su castillo está embrujado por fantasmas de generaciones pasadas. Esta historia fue la primera en combinar todos los factores que definirían el terror gótico: un escenario aislado con elementos de terror sobrenatural; una atmósfera siniestra; personajes femeninos perseguidos; un héroe que busca la redención; y un villano que causa estragos mediante actos de violencia o manipulación. Con el tiempo, estos rasgos se convirtieron en argumentos más oscuros, más centrados en el terror psicológico que en el peligro físico: pensemos en obras de Edgar Allan Poe como “La caída de la casa Usher” o “Una rosa para Emily” de William Faulkner. Estos relatos sentaron las bases para obras actuales del género de terror gótico, como “It”, de Stephen King, y “Drácula”, de Bram Stoker, que siguen infundiendo miedo a sus lectores al tiempo que exploran cuestiones más profundas, como la moralidad y la naturaleza humana.

Conclusión:

El terror gótico ha evolucionado con el tiempo, pero sigue siendo uno de los géneros más cautivadores de la literatura actual. Al centrarse en la exploración de temas oscuros como la muerte, el miedo y la desesperación, combinados con imágenes vívidas y argumentos llenos de suspense, no es de extrañar que este género siga atrayendo a lectores de todas las procedencias Tanto si eres nuevo en este estilo de escritura como si llevas décadas leyéndolo, el terror gótico tiene algo especial que te hará volver a por más. Así que no tengas miedo, abraza a tu lector interior y explora este género literario único.

Serie Asesinos, chivatos y macarras.

Capítulo 8

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La principal forma que he tenido para sobrevivir durante toda mi vida ha sido el robo. Ya he contado varias veces que tengo una habilidad especial para colarme en las casas de la gente y que, gracias a la ayuda de Don Enrique Belvís, podía darle fácilmente salida a todo lo que rapiñaba por ahí. Vivía muy bien y sin complicaciones, aunque sí que es verdad que, poco a poco, iba abriendo mi zona de actuación, pues robar a los ricos de una misma urbanización provocaba que aumentase la vigilancia y las patrullas de policía. Por eso, enseguida me vi explorando barrios nuevos, y con el paso del tiempo, las ciudades más cercanas.

Lo malo de éste sencillo sistema es que era fácil de identificar, y el grupo especial de la policía que se creó para detenerme lo hizo. Total, ir haciendo círculos concéntricos en un mapa y en cada uno de ellos identificar las casas de las familias más pudientes no era difícil, y eso era lo que yo, con mis exploraciones, había venido haciendo sin darme cuenta. El jefe del grupo organizó vigilancias en estas casas relevantes y en pocos días dieron conmigo. Me pillaron tratando de entrar por una ventana del primer piso de una inmensa mansión que había en una urbanización de lo más normal, con casas de clase media-alta, en la que ésta destacaba desde la lejanía. Se trataba de un caserón de tres pisos, con un enorme jardín a su alrededor, protegido por un muro alto de ladrillo, que salté sin problemas. Subí por una bajante hasta el primer piso, y cuando estaba forzando sigilosamente la ventana, escuché unos pasos acelerados en el jardín, seguidos de unas luces procedentes de un par de linternas que exploraban la fachada de la casa tratando de localizarme. Rápidamente continué mi escala hasta el tejado y desde allí, oteé el perímetro. Solo se veían dos linternas, ambas colocadas en la fachada principal. La parte trasera parecía que estaba sin vigilancia. Rápidamente descendí por la fachada posterior y corrí hasta el muro que limitada con el chalet vecino. Lo salté sin apenas tocarlo y desde allí me dirigí a la calle trasera, por la que me perdí en la noche.

Aquella experiencia hizo que mis actividades lucrativas nocturnas descendiesen considerablemente. Afortunadamente tenía bastante dinero ahorrado y me podía permitir unas vacaciones. Don Enrique, al que le conté lo que me había pasado, fue el que me informó de la creación del grupo policial, creado específicamente para detener al ladrón de las casas de lujo. Se conoce que mi modus operandi era perfectamente conocido y el culpable de que los maderos pudiesen relacionar todos mis robos con una única persona. Estaba señalado, aunque no identificado. Posiblemente sospechaban de mí, de el gato, pero no tenían ninguna prueba. Eso hacía que fuese muy probable que me estuviesen vigilando. Por éste motivo, Don Enrique me prohibió visitar durante un tiempo la tienda. Me mandaría un mensaje al Angel azul si necesitaba alguna cosa de mí o si se enteraba de alguna cosa más.

— Pero estate tranquilo—me dijo—. Si estas un tiempo si robar nada, el grupo se desmantelará. La policía anda siempre escasa de personal y no pueden mantener un grupo dedicado exclusivamente a una cosa. Eso solo pasa en las películas. En solo que desaparezca la alarma social y dejen de aparecer noticias de robos en la prensa, todo volverá a la normalidad para ti.

Y con este consejo, decidí dedicarme unos días, por primera vez en mi vida, a hacer vida normal. Cambié de pensión, me compré ropa de calidad, me corté el pelo y me afeité y comencé a salir por el centro e la ciudad a sitios elegantes y ajenos a los delincuentes habituales con los que yo solía relacionarme. La verdad es que, al principio, todo era muy aburrido. En los barrios bajos cada uno sabe perfectamente cuál es su papel y qué lugar ocupa en la jerarquía social. Pero fuera de allí, con las personas normales, uno no sabe a que atenerse. Todos ocultan algo. Y todos están llenos de contradicciones: Gente con mucho dinero que son unos donnadies, muertos de hambre que presumen como un gallo de pelea, toreros de salón con miradas de perdonavidas a los que la más leve insinuación de agresión les hace desaparecer de escena a la velocidad de la luz, donjuanes de pacotilla...

Eso sí; enseguida me hice un sitio entre todo aquel ganado. Y era agotador. Todos criticaban al de al lado, sobre cosas tan insignificantes que me entraban ganas de darles dos ostias cada vez que abrían la boca para que aprendiesen cuáles eran los problemas de verdad. Pero me contuve. Y una noche, llegó ella.

Julia era una morena impresionante. Ojos negros como el carbón, alta, talle perfecto, pechos perfectos, melena hasta la espalda, vestida con un ajustado traje negro con un enorme escote. Se acercó a mí, y me habló. Me habló de todo: de su vida, de sus problemas, de sus deseos... Lo hizo con absoluta sinceridad, sin máscaras ni filigranas. Sin esperar nada de mí. Fue la primera persona sincera que había encontrado en aquel nuevo mundo. Y evidentemente, yo caí enamorado a sus pies.

Nuestra relación duró un par de meses. Meses de complicidad y amor. Desde que abría los ojos, tenía a Julia en mis pensamientos, y ella me decía que le ocurría lo mismo. Cuando me preguntó a qué me dedicaba, fui sincero y se lo conté todo. Nunca temí que me traicionase.

Una noche en la que había quedado con Julia para cenar, me pasé antes por el Angel azul a ver si había algún mensaje de Don Enrique. Me dijeron que quería verme. Yo, que llevaba dos meses de felicidad, subido en una nube, pensé que había llegado el momento de presentarle a Julia, y me acerqué hasta su tienda con ella. Tras las presentaciones, Don Enrique, en un aparte, me informó que el grupo policial que me perseguía se había disuelto, y que podía volver a mis actividades. Después, decidió que saliésemos los tres juntos a cenar.

Fue una noche maravillosa. Don Enrique, mi segundo padre, riendo y bailando con la mujer de mi vida. Se le veía feliz. La había aceptado en nuestro peculiar mundo sin poner reparos. Él pagó con una sonrisa la cena, la sala de fiestas, el reservado, las bebidas... ¡Todo! Nunca habría pensando que aquel hombre fuese capaz de divertirse de aquella manera. En aquel momento descubrí lo que era un tipo importante de verdad, cual era su verdadero poder: Era hacer lo que quisiese y cuando le apeteciese. Y Julia parecía encantada. Nunca creí que fuese capaz de aceptar que un chorizo y un mafioso formasen parte de su vida. Pero allí estaba.

Dos semanas después, Don Enrique me hizo llamar y cuando estuve en su presencia, me dio una orden clara:

—Esta noche tienes que entrar en esta dirección. No te preocupes, es una casa sencilla con la que no tendrás ningún problema. Lo único que quiero es que no te acerques por el sitio hasta pasadas las dos de la mañana. Lo tengo todo estudiado. Será el mejor botín que has robado nunca. El joyero se guarda en el dormitorio principal, pero no hay caja fuerte.

Con la nota donde apuntó la dirección Don Enrique en el bolsillo, decidí llamar a Julia para estar con ella hasta el momento del robo, pero me dijo que aquella noche no podía salir, que no se encontraba bien, así que me fui al Angel azul y esperé hasta la hora indicada. Entrar en la casa fue sencillo. Llegar hasta la puerta del dormitorio también. Pero allí había gente. La luz estaba encendida, y se escuchaban gemidos. Una pareja estaba haciendo el amor. Mi primera intención fue salir de allí disparado, pero no puede evitar mirar dentro. Julia y Don Enrique follaban como animales. Él gritaba y ella saltaba sobre él como si estuviese cabalgando el caballo del propio Cid Campeador. Salí de allí corriendo.

A las seis de la mañana me encontró Don Enrique en el Angel azul medio borracho. Venía con dos guardaespaldas. No se fiaba. Antes de que pudiese abrir la boca, me dijo:

—Gato, has visitando un nuevo mundo y te has creído que allí eras alguien importante. Pero no eres nadie. Enseguida se te ve tu piel de chorizo y mangante. Nadie de allí se te acercaría si no fuese con alguna oscura intención. Julia así lo hizo. Al principio quería desplumarte, como el pardillo que eres, y cuando me vio a mí, quiso picar más alto. Pero yo soy perro viejo. Distingo a un puta a lo lejos. Por muy de lujo que sea. Te hice ir a aquella casa para que abrieses los ojos: Con unos billetes en mi bolsillo listos para gastarlos en ella y un par de días, has podido comprobar como su amor por ti desaparecía a la velocidad de la luz. No me culpes a mi de nada. Fue ella la que vino a buscarme al día siguiente de la fiesta. Has sido un tonto.

A medida que él hablaba, en mi cabeza yo le iba dando la razón a todo lo que decía. Ella había jugado conmigo y Don Enrique solo me había abierto los ojos. De la peor forma posible, sí, pero la más efectiva.

—Y escucha, gato. La próxima vez que me traigas una puta al negocio, te mato.

Yo le miré con vergüenza y le pedí perdón. Con sinceridad, sin humillación alguna. La había cagado bien y sabía cuales eran las consecuencias. Me creí un listillo entre gente ridícula y salí escaldado. Me la habían dado con queso.

Pero yo seguía enamorado de Julia. Y el dolor que sentía por su traición me partía el alma. Ella era mi faro y se había apagado de golpe. Ella me había robado el corazón. Realmente, no soy un ladrón. Soy un simple aprendiz. Hay auténticos artistas del robo.

—Continuará.

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Capítulo 7

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En un mundo donde todo está corrupto y en el que hay que sobrevivir a cualquier precio, el estar a bien con el poderoso ayuda a sobrevivir. Es por eso que los tipos orgullosos y prepotentes duran poco. Suelen morir antes de conseguir destacar o de ganarse una posición que les ofrezca algo de seguridad frente al resto de malnacidos de ésta puta sociedad. La televisión y el cine nos muestran a bandas de mafiosos luchando por el territorio, donde la más numerosa y mejor armada es la que impone su ley y cobra por todos los servicios que se desarrollen en su demarcación, pero eso solo pasa en la ficción. En mi realidad no hay bandas organizadas con escalas paramilitares, no. Hay un tipo poderoso, que maneja mucho dinero, y que tiene a sus órdenes algunos matarifes de los buenos que le ayudan a imponer su voluntad. No es político, pero sí está muy cerca de ellos, cuando no los tiene comiendo de su mano.

Cuando yo comencé mi vida de delincuente, que como ya os he contado, fue siendo apenas un chaval, quien mandaba en el barrio era Don Enrique Belvís, alias el relojero. Lo de relojero le venía porque tenía una pequeña joyería que le servía de tapadera para su negocio de perista. No había robo de joyas en la zona que no terminase en sus manos.

Pero cuando un niño como era yo se echa a la calle, no pregunta al primero que se encuentra quién es el que manda en el barrio. Ese conocimiento se consigue después de mucho bregar para poder comer. Y mi brega diaria consistía en el robo. Como ya os he dicho, tengo cierta habilidad en entrar en las casas, y eso me facilitó mis primeros trabajos. Para mí, colarme en los domicilios de las familias ricas era fácil; lo que no era fácil era discriminar qué me tenía que llevar de ellas y qué dejar. Si encontraba dinero en metálico, no había problema, pero cuando todo el botín posible eran joyas, andaba perdido. Yo no sabía qué era bueno y qué malo, ni dónde ir a vender las piezas robadas, así que en más de una ocasión me vi por la calle, asaltando a algún señor con pintas de posible, ofreciéndole relojes y alhajas al precio que quisieran pagar. Evidentemente, más pronto que tarde dio la policía conmigo.

Un día quise venderle un par de relojes de oro a un tipo que iba muy bien vestido, pero resultó que era madero y me detuvo. Estuve en el calabozo todo un día, hasta que algún jefe se dio cuenta de que era menor de edad y me soltaron, después de darme un par de buenos guantazos. Pero lo bueno de aquella detención fue que compartí celda con un tipo al que habían detenido saliendo de un palacete cargado con todo el oro de los propietarios. Todo un día de calabozo da para hablar mucho y cuando le expliqué mis problemas para sobrevivir, aquel tipo me dio el primer consejo profesional de mi carrera: Ve a ver a Don Enrique Belvís, y eso hice nada más salir libre.

Don Enrique Belvís era un tipo grueso y bajito, bien vestido, con traje de rayas y una colorida corbata que apenas podía rodear su enorme cuello. Tenía el pelo negro embadurnado de gomina y hablaba con una voz ronca que salía de las profundidades de una boca enorme. Yo le expliqué los motivos por los que me habían detenido y él solamente me dijo: Cuando tengas algo que vender, lo escondes bien por ahí y vienes a verme a la tienda. Y así lo hice. Tres días después, tras enterrar mi botín debajo de un puente, me presenté en la joyería. Don Enrique me pidió que le dijese de qué casa procedía las piezas robadas y que se las describiese una a una. Cuando finalicé, sacó de la caja registradora tres mil pesetas y entregándomelas, me preguntó donde estaban escondidas. No quería que fuese a por ellas, otras persona ya se encargaría de ello. Aquel día dejé la pensión maloliente en la que había estado durmiendo y me busqué otra algo más limpia, y comí todo lo que pude en el primer bar que encontré. Aquello era para mí la felicidad absoluta.

Como lo de robar se me daba muy bien, pronto dispuse de mucho dinero a cambio de entregarle mis botines a Don Enrique. El problema fue que no sabía que muchas personas andaban tras de mi: La policía porque habían aumentado considerablemente el número de robos en casas pudientes y eso no se podía tolerar, y el resto de chorizos del barrio porque yo estaba acaparando todo el dinero que Don Enrique dedicaba al negocio de perista. Él, que era inteligente, seleccionaba sus compras. No quería cantidad, sino calidad, y el único que le llevaba esa calidad era yo, así que desde mi aparición muchos ladrones habían visto como la puerta de la joyería se cerraba para ellos.

Así que un buen día se personaron en la pensión algunos policías y dieron con el botín que escondía debajo del colchón de mi cama porque aún no me había dado tiempo de esconderlo. Aquellos maderos parecían más inteligentes que el primero que me detuvo, ya que en ésta ocasión me vi delante del juez por robar en el interior de un domicilio. El tipo quiso mandarme con mis padres, pero como me negué a decirle quienes eran, me envió al reformatorio durante tres meses. Yo solo pensaba en quién me había delatado mientras me fichaban en aquel centro de reclusión de menores.

¡Ah!¡El reformatorio! Que buena escuela para un joven aprendiz de delincuente.

Aquellos meses me sirvieron para aprender muchas cosas de mi oficio: Cómo disimular cuando se tiene mucho dinero y no se puede justificar su procedencia, cómo identificar las joyas buenas de las malas, dónde mirar el valor de mercado de las mismas, y muchas cosas más. Pero en el patio de aquella maldita institución aprendí algo mucho más importante: El valor del respeto y cómo ganarlo. Aunque allí todos éramos apenas unos niños, la infancia había desaparecido de la mirada de aquellos chavales hacía mucho tiempo y acercarse a ellos en las horas de asueto era como acercarse a una manada de lobos. Te rodeaban, uno te entretenía y otros te pillaban por detrás y te daban una paliza. Y todo era porque en aquel lugar había una jerarquía que un recién llegado como yo no se podía saltar. ¿Quién era yo para hablar con quien yo quisiera sin que ellos me hubieran dado permiso? ¿Cómo me atrevía a preguntar cualquier cosa sobre sus vidas?¿Acaso quería chivarme?

Como soy fuerte, enseguida gané puestos en el escalafón del patio. A mí no es fácil apalizarme, aunque sean unos cuantos los que lo intentan, y los segundones enseguida comenzaron a evitarme. Rápidamente entablé relación con los peces gordos del reformatorio y eso me sirvió para aprender de ellos todo lo que pude.

Cuando salí a la calle tenía claro que ahora me encontraba en un patio mucho más grande que el del reformatorio, pero en el que gobernaban las mismas reglas, esas reglas que me decían que lo primero que tenía que hacer era ganarme el respeto de sus ocupantes. Así que tras reanudar mis actividades y recaudar algo de dinero para sobrevivir dignamente, le pregunté a Don Enrique si sabía quien me había delatado. De los tres meses que pasé encerrado él también había resultado perjudicado, pues nadie era capaz de traerle los botines que yo le conseguía, así que puso todos sus medios a trabajar y en pocos días me dio el nombre del tipejo.

Se llamaba Diego. Diego el cuentacuentos. Su especialidad eran los timos y, al parecer, le pillaron en uno gordo y se chivó del ladrón de las casas de lujo con tal de que le dejaran libre. Diego apareció colgado del mismo puente donde escondí mi primer botín. Tenía la cara rajada y las tripas colgando. Sobre ellas había un gran cartel que decía: POR CHIVATO. El gato.

Si, mi apodo es el gato. Pregunta hoy mismo por ahí y verás como todos me conocen. Desde aquel día, todos los chivatos del barrio pusieron el máximo interés en identificarme para no equivocarse y hablar de más sobre mí. Sabían que conmigo no se podía jugar, que estaba dispuesto a todo. Ahora, el gato, con el respaldo de Don Enrique, era un tipo importante. O al menos, temible, que en mi mundo viene a ser lo mismo.

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Capítulo 6

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Lo de chulear a las mujeres es algo que he hecho en alguna ocasión, aunque nunca me gustó. Para sobrevivir, muchas veces hay que tragarse el orgullo y realizar alguna actividad que te desagrada, y eso me ha pasado a mí en bastantes ocasiones. Aunque tengo que reconocer que no siempre lo he hecho de mala gana. Ya os conté cómo conocí a Eva y lo que disfruté con ella. Y en aquella ocasión no tuve ningún remordimiento en explotarla el poco tiempo que lo hice. Me molestó más el tener a alguien a mi cargo que las consecuencias morales de vivir de la explotación sexual. Esas cosas de la moral quedan para aquellos que pueden elegir.

Ahora, a la vejez, veo en la televisión los movimientos feministas y comprendo que cuando yo era joven había muchas cosas mal, pero era la época que me tocó vivir y, en mi situación, ni siquiera pude plantearme la necesidad del cambio. El estar tirado en la calle solo te permite buscar salidas para huir del hambre y de la desesperación, y es lo que hice. Había que buscar fuentes de ingresos y una muy rentable era hacer de proxeneta.

Yo era muy fuerte y sabia pelear. No me atemorizaba nadie. Y en las calles siempre se encontraban mujeres desamparadas que necesitaban un tipo como yo para poder ejercer su profesión. Los clientes que buscan prostitutas en los callejones oscuros no son precisamente modelos a imitar. Y había algunos que si podían salir corriendo tras el servicio, pues mejor. Pero estos no eran los peores. Los peores eran aquellos que las buscaban para satisfacer sus instintos más primarios. Asociaban el sexo a la brutalidad, al sadismo e incluso a la mutilación. Frente a estos, las chicas necesitaban un hombre fuerte para defenderlas. Y ese era yo.

En poco tiempo me gane una bien merecida fama de ser duro con los abusadores y justo con las mujeres. A ellas no les pedía más dinero del que era necesario y a ellos les dejaba claro, para siempre, que no debían de volver por allí si querían seguir viviendo. Todo iba bien, hasta que una noche un tipo quiso rajarle la cara a una de mis protegidas. Acudí a su llamada de socorro, desarmé el individuo, le pegué una soberana paliza y cuando fui a quitarle el dinero que llevaba en la cartera para cubrir los gastos generados, descubrí que era un madero. Uno de la escala básica, pero madero. Yo conocía a casi todos los que patrullaban por el barrio y mi buen dinero me gasta en invitadas y regalos con tal de que no estorbasen en los negocios, pero aquel payaso era nuevo y quiso presentarse ante las chicas exigiendo servicios extra y gratuitos.

No sabía que hacer, así que, inconsciente, lo dejé tirado entre los arbustos de un parque. Aquella noche hizo mucho frío, y el tipo fue encontrado al día siguiente muerto. Solo una persona más había presenciado mi pelea con el policía, un compañero que vigilaba las actividades de una de sus trabajadoras que trabajaba cerca de la mía. Desde aquella noche pasó de ser colega a ser testigo perjudicial para mis intereses, y como él lo sabía, desapareció durante un tiempo. Pero lo encontré un un hostal de la periferia. Y allí también lo encontró la policía. Colgando del marco de la puerta del lavabo, al que le había hecho un agujero en la esquina superior derecha y por el que había pasado el cable del teléfono, para después atárselo fuertemente al cuello, dejándose caer y ahorcándose con el peso de su cuerpo. A sus pies, un enorme charco de orina. Y sobre la cama, una nota de despedida en la que se arrepentía de haber matado a un policía en el parque.

Si, la nota la escribí yo. Dudo de que el pájaro supiese siquiera escribir. Pero lo peor fue colgarlo. Tras dejarlo inconsciente, lo icé como iza el soldado cada mañana la bandera del cuartel. En medio de la operación el tipo recuperó el conocimiento y trató de soltarse, pero ya estaba en el aire y el cuello tan aprisionado con el cable que ni siquiera pudo gritar. Pataleó como si quisiera caminar por el aire, hasta que, tras un fuerte bufido, murió. Murió por estar en mal sitio en el peor momento. Solo por eso. Otro día puede que me pase a mí.

Como he dicho, he tenido que hacer muchas cosas para sobrevivir. Chulear a las mujeres quizás no ha sido de las peores.

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Capítulo 5

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Matar a un cura no es sencillo, y mucho menos por parte de un chaval de catorce años. La Iglesia, en aquellos años de la dictadura, tenía mucho poder, y más aún en los pueblos. Un cura estaba en lo más alto de la jerarquía, junto al alcalde y al jefe de la Guardia Civil. Nadie se atrevía a levantar la mano contra ellos, pues las consecuencias llegarían hasta la familia del agresor; y aunque yo era demasiado joven entonces como para pensar en todas esas cosas, había sido tan manipulado psicológicamente en casa y en el colegio, desde la más tierna infancia, que sabía, sin ningún género de dudas, que atentar contra el cura era algo terrible.

Pero yo estaba decidido a hacer justicia y a vengar la muerte de Eva. Aquel cura, con sus malas artes, había conseguido que un ser angelical, la representación en la Tierra de la misma pureza, se quitase la vida, incapaz de aguantar más sufrimientos provocados por él, el hipócrita sacerdote violador que hablaba del cielo pero que traía el infierno a las niñas de las que abusaba. Sí, iba a matarlo, fuese como fuese.

Aprovechándome de mi habilidad para entrar por las ventanas de las casas, habilidad que posteriormente me ayudo a sobrevivir y que use en muchísimas ocasiones, me colé una noche en la casa del maldito cura. No tenía nada planeado, solamente explorar el terreno, pero tras arrastrarme a gatas por el salón, lo descubrí al fondo del mismo, sentado en una enorme butaca, frente al televisor. Parecía estar desnudo, y sobre el respaldo de su asiento tenía colgada una bata negra. Tenía a sus pies un montón de cintas VHS, con los títulos de las películas escritos en etiquetas anotadas a mano con unas enormes letras negras mayúsculas en algún idioma extranjero que no entendí. Lo que sí entendí es lo que se veía en la pantalla. En aquel viejo televisor de pantalla de tubo se veía a un hombre barrigón, de unos cincuenta años, penetrando analmente a un niño que dudo que tuviese diez. Ante aquella escena desgarradora, el cura se estaba masturbando.

No pensé en nada, pero cuando pude reaccionar me vi a mi mismo tirando del cinturón de la bata del cura con todas mis fuerzas. No sé cómo, pero estaba enrollado en el cuello del cura, teniendo éste la espalda apoyada en el respaldo del butacón. Tiré con todas mis fuerzas, dejando caer todo el peso de mi cuerpo al suelo, pasando el cinturón por mi hombro izquierdo. Al cabo de unos instantes la butaca se volcó y yo caí de rodillas, pero seguí tirando y tirando, arrastrando al violador de espaldas por el suelo. Escuchaba como sus pies golpeaban contra el suelo, pero no cejé en mi empeño. Finalmente, escuché unos estertores agónicos y unos minutos después, silencio absoluto. Permanecí un rato si querer girarme, desconectado totalmente del mundo, hasta que unos gemidos que provenían del televisor me devolvieron a la realidad. Cuando por fin me atreví a mirar al sacerdote, lo descubrí en una posición que me pareció graciosa, allí tirado, desnudo, con los ojos muy abiertos, la boca abierta y la lengua colgando por un lado. Las manos estaban atrapadas bajo el cinturón que le rodeaba el cuello y éste se había introducido tan profundamente bajo la piel, justo debajo de la barbilla, que apenas se veía. Parecía la típica caricatura de un ahogado que se ve en los tebeos.

Salí de la vivienda por donde había entrado y me marché a mi casa. Durante semanas estuve esperando que la policía viniese a buscarme, pero no pasó nada. Supe por mi madre que el cura había muerto en su casa de un infarto, mientras rezaba, y que se le hizo un entierro con los máximos honores que se le pueden hacer a un cura de pueblo. El funeral lo presidió el propio obispo.

Muchos años después, cuando me interrogaban en una comisaría de Madrid por un ajuste de cuentas que querían cargarme y del que no tenían pruebas, un comisario me sacó aquella muerte a relucir. Me dijo que, la escena del crimen fue tan tremenda y tan perjudicial para la Iglesia, que se dio la orden de olvidarse del asesinato y dejarlo todo como una muerte natural, pero que él sabía perfectamente que el asesino era yo. Afortunadamente, ya estábamos en democracia y me pude acoger a mi derecho de no declarar, permaneciendo con la boca cerrada todo el tiempo. A los dos días me pusieron en libertad, pero en la calle me estaba esperando el mismo policía del interrogatorio. Me llamó asesino de curas, hereje, anarquista y mil cosas más. Yo, mirándole a los ojos, le dije:

— Señor comisario, no remueva la mierda, que luego huele. Algunos de los niños que violó ese cura ya son mayores de edad y pueden hablar de lo ocurrido. Y espero que así lo hagan ¿O se cree que no vi la pornografía infantil en casa del cura y no sé que es lo que le ponía al tiparraco? El tiempo de los abusos de los poderosos se está acabando, y solo hacen falta algunas chispas para que esto explote de una vez y ustedes, los señoritos de siempre, se vayan al carajo.

El tipo se giró y se marchó sin decirme nada más. Yo estaba seguro que no se atrevería a romper la orden de silencio dada desde las alturas, nunca mejor dicho, y así se puso punto y final a una historia aberrante en todos los sentidos. El cura enterrado casi como un santo, Eva como si fuese una apestada por haberse suicidado y yo con mierda hasta el cuello. Pero para sobrevivir en mi mundo hay que saber nadar, aunque sea en un fosa séptica.

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Capítulo 4

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Soy un asesino, sí. He matado a varios hombres, a bastantes diría. Pero creo que a todos los que maté se lo merecían y sí, también lo sé, esa no es la mejor justificación para matar, pero ¿cuál es la buena? ¿Matar por defender tu religión, o por la defensa de una bandera, o porque te lo pide alguien?

Yo maté siempre cuando las circunstancias lo exigieron: por defender mi vida, por cubrir mi rastro y evitar ir a la cárcel, por defender mi posición en las cloacas... pero la única vez que maté simplemente por odio y venganza fue en mi primer asesinato. Tenía catorce años, y no me he arrepentido nunca de ello.

En aquella época conocí a la que fue mi primer amor. Yo respiraba su aliento, vivía en su sombra y mi vida giraba en torno a ella como si ella fuera un agujero negro y yo una pequeña luna capturada por su gravedad. Se llamaba Eva. Tenía trece años y todo lo que deseábamos era estar el uno al lado del otro. Nos besamos una sola vez, pero si no sentía su olor cerca de mí me asfixiaba y parecía que la vida se terminaba, y creo que a ella le pasaba lo mismo. Estábamos, simplemente, enamorados. Un amor casi infantil e inocente que no aspiraba a nada más que al estar juntos.

La conocí en la iglesia, donde mis padres me habían obligado a hacer de monaguillo y a ella los suyos a que hiciese la confirmación, ese acto religioso en el que se reafirman los cristianos en su fe, años después de su bautismo. Nuestros progenitores tenían la esperanza de que acercándonos a Dios nuestras vidas tomarían el camino correcto y evitaríamos todos los males y vicios de éste mundo. Lo malo fue que, al menos a ella, la pusieron en manos del diablo.

Enseguida nos caímos bien y comenzamos a salir. Hacíamos planes para pasear, e incluso fuimos una vez al cine, como dos adolescentes cualquiera. Allí fue donde la besé y donde sellamos nuestro amor eterno. Todo iba bien, hasta que pasadas una semanas, Eva comenzó a ponerme escusas para no vernos. Terminaba sus clases de confirmación en la casa parroquial, anexa a la iglesia, y salía corriendo sin despedirse de mí. No permitía que la acompañase. No me hablaba... ¡Yo me estaba volviendo loco!

Un día escalé por el desagüe de la fachada de su casa y entré por la ventana de su habitación. La sorprendí tirada en la cama, llorando. Quise que me explicase lo que pasaba, pero lo único que salió de sus labio fue un *“estoy condenada. Vete y no vuelvas”.

Desde aquel día, me dediqué a espiar a Eva. La seguía del colegio a su casa y de su casa a la casa parroquial. Eran sus únicas salidas. Pero una tarde vi salir a los alumnos del curso de confirmación y Eva no estaba entre ellos. Pregunté y me dijeron, entre risas mal disimuladas, que se había quedado a hablar con el cura. Traté de llegar hasta la clase, pero estaba cerrada por dentro. Corrí desesperado al exterior y trepé hasta una de las ventanas del segundo piso y desde allí pude verlo: Eva estaba medio desnuda, con la cabeza metida en las ingles del cura, que tenía los pantalones bajados. En mi mente de catorce años no comprendí qué era lo que estaba ocurriendo, pero supe inmediatamente que aquello no era bueno. Aquello era el mal que estaba atacando a Eva. Enfurecido, aporreé el cristal con tanta fuerza que lo rompí y me corté las dos muñecas. Sangraba muchísimo y asustado, caí de espaldas desde la ventana. Cuando recuperé el conocimiento, estaba es la cama de un hospital con las dos muñecas vendadas y otra venda enorme en la cabeza y a mi lado, rezando el rosario, estaba mi madre.

Mi madre me contó, entre lágrimas, que el cura le había dicho que me había sorprendido intentando entrar por la ventana a la clase para robar, después de que los alumnos de confirmación la abandonaron y que en mi loca huida caí desde el segundo piso. El cabrón había amenazado a mi familia con denunciarme si no olvidaba el incidente de inmediato, pues tenía un cierto remordimiento por haberme asustado y haber provocado con ello mi caída al vacío y pensaba que con el batacazo y los cortes ya había tenido bastante castigo, por lo que su intención era, si había buenas intenciones por parte de mi familia y no le pedían al cura ningún tipo de responsabilidad por mis heridas, la de olvidar todo el asunto. Pero que si se me ocurría abrir la boca sobre lo ocurrido y trataba de montar un escándalo, que me atuviese a las consecuencias. Por supuesto, lo de monaguillo se había acabado para siempre. “Un ladrón no pude estar en la casa de Dios —dijo el cura a mi madre— a pesar de que a su hijo lo hubieran crucificado entre dos miembros del gremio de los ajeno”.

Al día siguiente me dieron el alta y salí a la calle temeroso de que los vecinos se hubieran enterado de lo ocurrido y me castigasen por ello. Los curas por aquella época tenían mucha influencia sobre el populacho y estaba convencido de que el cabrón habría contado su versión de los hechos a todo el mundo con la clara intención de destruir la poca credibilidad que pudiese tener un chaval de catorce años, ladrón de casas consistoriales. Pero lo mío se olvidó enseguida, porque la noticia que corría de boca en boca fue la de que Eva se había suicidado en su habitación. Se había bebido un litro de lejía la noche anterior y sus padres la descubrieron a la mañana siguiente.

Me contó mi madre que el sermón del cura fue muy bonito. Que habló de lo piadosa que era Eva, incapaz de cometer un solo pecado, por lo que dudaba que se hubiese suicidado, que lo más seguro era que su muerte hubiera sido consecuencia de un accidente y que él, personalmente, la echaría mucho a faltar, por el buen ejemplo que había dado entre los jóvenes de su generación y por el amor que había dedicado a la Iglesia.

Desde aquel momento solamente pensé en cómo matar al cura. Y con su asesinato, comenzó mi carrera de ladrón y asesino. Expulsado del paraíso por el arcángel San Miguel, disfrazado de cura rural, rápidamente me tuve que desenvolver en un mundo de miserias, traiciones y supervivencia que moldearían mi personalidad para, finalmente, convertirme en lo que soy ahora. Alguno dirá que condené mi alma por una venganza, pero no es cierto. Cuando maté al cura ya no tenía alma alguna, porque mi alma murió aquel día que me asomé a la ventana de la casa consistorial.

El cómo maté a ese cabrón pederasta os lo explicaré en el siguiente capítulo. Como primer asesinato que cometía, fue algo chapucero, por supuesto, pero es igual. El cura había destrozado la vida de Eva y encaminó la mía hacia el crimen. La venganza no solucionó nada de esto, pero si que me ayudó a comprender algo que el hombre ha hecho toda la vida y que hasta ese momento nunca había comprendido: Cuando un perro muerde, hay que matarlo.

Capítulo 5

Serie Asesinos, chivatos y macarras.

Capítulo 3

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El Ángel Azul es, como ya os he contado, un club de calidad. Mucho señorito y mucho alto funcionario corren por sus salones. No es la típica discoteca a oscuras y con la música a todo volumen que podéis encontrar en cualquier otro club. Es un lugar elegante, donde los clientes van bien vestidos y los muebles y alfombras son de calidad, al estilo de las casa de putas del siglo XIX.

Y como toda casa de putas, ésta también tiene a su madame. Se llama Señora Lucía. Y que no se te ocurra nunca olvidarte del “señora”. Lucía cree que el tratamiento es fundamental para mantener el respeto. Allí todos los clientes son el doctor Tal, Su Señoría Pascual... y como ella carece de estudios pero quiere ponerse a la misma altura que la clientela, no tolera que nadie se olvide de su tratamiento de señora. Por que sí, habrá sido puta, ahora es madame, pero siempre se ha considerado una señora. —¡Una señora puta y a mucha honra!—te dirá.

En el Ángel Azul la bebida más servida es champán francés del bueno, nada de cava ni simplezas de ese tipo. Allí se bebe de lo mejor. Y por supuesto, no sirven cubatas. Como mucho un buen whisky escocés. El salón principal se llena de señores elegantes que conversan con naturalidad en voz baja de los asuntos del día, como si se acaben se encontrar a la puerta de la oficina. Entre ellos circulan las chicas, vistiendo ropa interior y saltos de cama de encaje, y con bandejas llenas de bebidas y comida. No está permitido, ni ellos se atreverían, a ningún tipo de obscenidad en el salón. Esas cosas quedan para las habitaciones.

Las chicas, para poder trabajar en aquel club, pasan una exigente prueba de selección por parte de Lucía. No solo deben de ser bonitas y tener unos cuerpos esculturales, sino que además deben de ser expertas en el arte del amor. Además, se buscan mujeres coquetas, inteligentes, apasionadas, enigmáticas.. De todo debe de tener el rebaño de Lucía, pues los gustos de sus clientes son de lo más diverso. Lo único que no se verá nunca allí es la vulgaridad.

Os estaréis preguntando como un macarra como yo llegó a entrar en aquel sitio. Y la cosa es muy sencilla: Lucía y yo somos viejos amigos, de cuando ella hacía la calle. Su macarra quiso acuchillarme por una cuestión de dinero. Yo no quería pagar tanto como él me pedía por los servicios que había disfrutado de Lucía en media hora de sexo callejero; que no es que no los valiesen, sino que por una chica de la calle no se pueden pedir según que cantidades. Eso lo sabe todo el mundo. Pero el tipo debió de verme cara de pardillo y sacó su cuchillo tratando de zanjar la cuestión y a la vez desvalijarme de todo mi dinero. Se llevó algunas buenas hostias y tres pinchazos en los muslos, además de un bonito corte en la mejilla izquierda. Hoy en día cualquiera lleva navaja, hasta yo.

El caso es que Lucía se vio sola y me pidió ayuda. En aquellas fechas yo nunca había hecho de macarra, no dominaba el asunto. Y aunque el tener sexo gratuito con aquella preciosidad me gustaba, si no trabajaba no podríamos mantenernos. Yo no soy hombre al que le guste tener pareja. Vuelo siempre solo y por eso nunca he querido tener cargas en mi vida. Si no trabajaba, no podría estar conmigo, así que pedí ayuda a algunos amigos de aquella época, y finalmente, terminamos, una noche de invierno, delante de la puerta trasera del Ángel Azul, ubicada en un siniestro callejón oscuro y lleno de basura. La madame de aquella época, tras ver unas fotos que le hice llegar a través de un conocido, aceptó hacerle una entrevista. Y pasó la prueba.

Lucía a la luz de las farolas se veía guapa, pero vestida de encajes en aquel salón iluminado con lámparas de cristal y paredes tapizadas, parecía una diosa. Rápidamente fue la chica más solicitada del local y en pocos años conocía a todo hombre relevante de la ciudad. Además de guapa, se sabía desenvolver entre las personas influyentes. Y cuando la madame de turno murió, ya estaba todo atado de tal modo que Lucía la sustituyó.

Lucía nunca olvidó que, gracias a mí, su vida cambió radicalmente. Pasó de ser una rata callejera, a reina de las ratas.

capítulo 4

Serie Asesinos, chivatos y macarras.

Capítulo 2

Capítulos anteriores:


Matar a un chivato en los lavabos de un club de mala muerte no es nada difícil, eso lo hace cualquiera. Lo complicado es evitar que te cojan después. La pasma ofrece dinero a la chusma para que informen de quién y dónde se encuentra el asesino de indeseables como el que yo acababa de matar. Lo hacen para no trabajar, porque es cansado andar todas las noches por esos tugurios buscando a alguien que quiera contar algo sobre la muerte de un indeseable que no le dará gloria a nadie. Ni al soplón ni al madero. Por eso ofrecen dinero. Es la forma más sencilla y rápida de conseguir alguna pista. Y si hay suerte, y la información es correcta, con ir al sitio indicado por el confidente y disparar al individuo señalado antes de que abra la boca, todo resuelto. Se reduce drásticamente el peligro de morir en acto de servicio y el papeleo.

Y si la información no es correcta, pero el tipo señalado es un indeseable más, pues se hace justicia con él y se cierra el caso. Total, paga por todas aquellas de las que se ha escapado.Y siempre hay alguien dispuesto a venderte por dinero. Aunque no hayas hecho nada. Siempre hay alguien que te odia y que tratará de perjudicarte.

Aquella noche dormí en El Angel Azul, un puticlub de los buenos ubicado fuera de las rutas habituales de los camioneros. Su clientela es selecta: funcionarios, secretarios judiciales, banqueros, y sobre todo, policías fuera de servicio. Estos son los jefes de los pringados que van a los garitos de mierda a buscar chusma. Ellos disfrutan de putas de lujo mientras sus secuaces se tienen que conformar con chicas manoseadas por decenas de personas cada noche y que se limpian el sudor y los efluvios con toallitas húmedas. Son de pico más fino, claro, por algo son jefes.

Y como jefes que son, solo saben de su trabajo lo que les cuentan sus subordinados. Por eso me escondí allí, porque ninguno me conoce. Ninguno ha visto mi ficha policial. No se dedican a esas cosas. Y los maderos de abajo no se atreven a visitar éste local porgue saben quienes son sus clientes. No quieren líos.

Bueno, hay un jefe de policía que sí me conoce. Un sádico que le gusta asfixiar hasta provocarles casi la muerte a las putas que se atreven a subir con él. Una noche casi mata a una chica a la que yo estaba chuleando. Le ayudé a salir del local y me deshice de la puta abandonándola en urgencias con la amenaza de que si hablaba, la mataba. El cabrón tardó seis meses en volver por el local, y cuando lo hizo, vino a darme la gracias.

— Te debo un favor—, me dijo. Y ahora pensaba cobrármelo.

Tras mantener una breve conversación con él, me fui a dormir. A la mañana siguiente, mientras desayunaba en un bar cerca de la estación de autobuses, vi la noticia en la televisión:

—La policía se ha enfrentado a tiros con el asesino que hace dos días mató a un traficante de drogas en los lavabos de un club de alterne de la ciudad. El asesino, conocido como el Cuervo, ha muerto, resultando dos policías heridos leves.

El madero me debía un favor y al Cuervo le debía yo una venganza. Me quitó la chica que chuleaba cuando salió del hospital. La utilizaba como una amenaza permanente contra mí.

Ahora ya no hacía falta salir de la ciudad en autobús. Mejor me iba a pasear por la calle mayor.


Capítulo 3

Serie Asesinos, chivatos y macarras.

Capítulo 1

El tipo hablaba y hablaba, sin apenas coger aire para respirar. Me miraba a los ojos con una expresión de desesperación y miedo. Sabía que su vida dependía de sus palabras.

Tenía clavado en su frente el cañón de mi automática. Había estado toda la noche recorriendo los puticlubs de la zona para encontrarlo. Era un soplón de la pasma, y había hablado sobre mí. Aquella mañana, temprano, un grupo de maderos se habían presentado en mi apartamento para detenerme. Suerte que estaba avisado y no estaba allí. Quien me puso sobre aviso me digo quién había sido el chivato. Y allí lo tenía, en los lavabos de un mugriento club con las putas más sucias y feas del mundo. Y con los macarras más cobardes. Ninguno de ellos se atrevió a venir a molestarnos en nuestra “intensa conversación”. Lo metí en los aseos a patadas y todos los que estaban en la barra miraron para otro lado. Los proxenetas no son valientes; solo pegan a las mujeres que chulean. Y los puteros son aún más cobardes. Temen que se sepa que visitan estos lugares, así que nunca quieren líos. Por eso abandonaron, disimuladamente, el local. Previeron la tormenta.

El tipo, a la vez que hablaba, lloraba como un niño pequeño. Sabía que su suerte estaba echada y que ya nada lo podía salvar. Dijese lo que dijese, aquel hombre estaba ya muerto. Además, yo estaba cansado. Había estado todo el día buscando a aquella escoria y quería irme a dormir a algún club más decente que en el que me encontraba, así que decidí terminar rápidamente: Apreté el gatillo y espolvoreé sus sesos por los azulejos mugrientos y el water lleno de excrementos. ¡Sangre y mierda, el resumen de mi vida!

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Capítulo 2