Asesino

Serie Asesinos, chivatos y macarras.

Capítulo 4

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Soy un asesino, sí. He matado a varios hombres, a bastantes diría. Pero creo que a todos los que maté se lo merecían y sí, también lo sé, esa no es la mejor justificación para matar, pero ¿cuál es la buena? ¿Matar por defender tu religión, o por la defensa de una bandera, o porque te lo pide alguien?

Yo maté siempre cuando las circunstancias lo exigieron: por defender mi vida, por cubrir mi rastro y evitar ir a la cárcel, por defender mi posición en las cloacas... pero la única vez que maté simplemente por odio y venganza fue en mi primer asesinato. Tenía catorce años, y no me he arrepentido nunca de ello.

En aquella época conocí a la que fue mi primer amor. Yo respiraba su aliento, vivía en su sombra y mi vida giraba en torno a ella como si ella fuera un agujero negro y yo una pequeña luna capturada por su gravedad. Se llamaba Eva. Tenía trece años y todo lo que deseábamos era estar el uno al lado del otro. Nos besamos una sola vez, pero si no sentía su olor cerca de mí me asfixiaba y parecía que la vida se terminaba, y creo que a ella le pasaba lo mismo. Estábamos, simplemente, enamorados. Un amor casi infantil e inocente que no aspiraba a nada más que al estar juntos.

La conocí en la iglesia, donde mis padres me habían obligado a hacer de monaguillo y a ella los suyos a que hiciese la confirmación, ese acto religioso en el que se reafirman los cristianos en su fe, años después de su bautismo. Nuestros progenitores tenían la esperanza de que acercándonos a Dios nuestras vidas tomarían el camino correcto y evitaríamos todos los males y vicios de éste mundo. Lo malo fue que, al menos a ella, la pusieron en manos del diablo.

Enseguida nos caímos bien y comenzamos a salir. Hacíamos planes para pasear, e incluso fuimos una vez al cine, como dos adolescentes cualquiera. Allí fue donde la besé y donde sellamos nuestro amor eterno. Todo iba bien, hasta que pasadas una semanas, Eva comenzó a ponerme escusas para no vernos. Terminaba sus clases de confirmación en la casa parroquial, anexa a la iglesia, y salía corriendo sin despedirse de mí. No permitía que la acompañase. No me hablaba... ¡Yo me estaba volviendo loco!

Un día escalé por el desagüe de la fachada de su casa y entré por la ventana de su habitación. La sorprendí tirada en la cama, llorando. Quise que me explicase lo que pasaba, pero lo único que salió de sus labio fue un *“estoy condenada. Vete y no vuelvas”.

Desde aquel día, me dediqué a espiar a Eva. La seguía del colegio a su casa y de su casa a la casa parroquial. Eran sus únicas salidas. Pero una tarde vi salir a los alumnos del curso de confirmación y Eva no estaba entre ellos. Pregunté y me dijeron, entre risas mal disimuladas, que se había quedado a hablar con el cura. Traté de llegar hasta la clase, pero estaba cerrada por dentro. Corrí desesperado al exterior y trepé hasta una de las ventanas del segundo piso y desde allí pude verlo: Eva estaba medio desnuda, con la cabeza metida en las ingles del cura, que tenía los pantalones bajados. En mi mente de catorce años no comprendí qué era lo que estaba ocurriendo, pero supe inmediatamente que aquello no era bueno. Aquello era el mal que estaba atacando a Eva. Enfurecido, aporreé el cristal con tanta fuerza que lo rompí y me corté las dos muñecas. Sangraba muchísimo y asustado, caí de espaldas desde la ventana. Cuando recuperé el conocimiento, estaba es la cama de un hospital con las dos muñecas vendadas y otra venda enorme en la cabeza y a mi lado, rezando el rosario, estaba mi madre.

Mi madre me contó, entre lágrimas, que el cura le había dicho que me había sorprendido intentando entrar por la ventana a la clase para robar, después de que los alumnos de confirmación la abandonaron y que en mi loca huida caí desde el segundo piso. El cabrón había amenazado a mi familia con denunciarme si no olvidaba el incidente de inmediato, pues tenía un cierto remordimiento por haberme asustado y haber provocado con ello mi caída al vacío y pensaba que con el batacazo y los cortes ya había tenido bastante castigo, por lo que su intención era, si había buenas intenciones por parte de mi familia y no le pedían al cura ningún tipo de responsabilidad por mis heridas, la de olvidar todo el asunto. Pero que si se me ocurría abrir la boca sobre lo ocurrido y trataba de montar un escándalo, que me atuviese a las consecuencias. Por supuesto, lo de monaguillo se había acabado para siempre. “Un ladrón no pude estar en la casa de Dios —dijo el cura a mi madre— a pesar de que a su hijo lo hubieran crucificado entre dos miembros del gremio de los ajeno”.

Al día siguiente me dieron el alta y salí a la calle temeroso de que los vecinos se hubieran enterado de lo ocurrido y me castigasen por ello. Los curas por aquella época tenían mucha influencia sobre el populacho y estaba convencido de que el cabrón habría contado su versión de los hechos a todo el mundo con la clara intención de destruir la poca credibilidad que pudiese tener un chaval de catorce años, ladrón de casas consistoriales. Pero lo mío se olvidó enseguida, porque la noticia que corría de boca en boca fue la de que Eva se había suicidado en su habitación. Se había bebido un litro de lejía la noche anterior y sus padres la descubrieron a la mañana siguiente.

Me contó mi madre que el sermón del cura fue muy bonito. Que habló de lo piadosa que era Eva, incapaz de cometer un solo pecado, por lo que dudaba que se hubiese suicidado, que lo más seguro era que su muerte hubiera sido consecuencia de un accidente y que él, personalmente, la echaría mucho a faltar, por el buen ejemplo que había dado entre los jóvenes de su generación y por el amor que había dedicado a la Iglesia.

Desde aquel momento solamente pensé en cómo matar al cura. Y con su asesinato, comenzó mi carrera de ladrón y asesino. Expulsado del paraíso por el arcángel San Miguel, disfrazado de cura rural, rápidamente me tuve que desenvolver en un mundo de miserias, traiciones y supervivencia que moldearían mi personalidad para, finalmente, convertirme en lo que soy ahora. Alguno dirá que condené mi alma por una venganza, pero no es cierto. Cuando maté al cura ya no tenía alma alguna, porque mi alma murió aquel día que me asomé a la ventana de la casa consistorial.

El cómo maté a ese cabrón pederasta os lo explicaré en el siguiente capítulo. Como primer asesinato que cometía, fue algo chapucero, por supuesto, pero es igual. El cura había destrozado la vida de Eva y encaminó la mía hacia el crimen. La venganza no solucionó nada de esto, pero si que me ayudó a comprender algo que el hombre ha hecho toda la vida y que hasta ese momento nunca había comprendido: Cuando un perro muerde, hay que matarlo.

Capítulo 5