El arcón

Sé que esta historia le resultará, como poco, extraña. Pero ocurrió así, tal y como la contaré, sin que yo haya añadido nada. La angustia que vivo como consecuencia de la terrible experiencia que aquí voy a contarles sigue aún hoy dominando mi vida y el mal (porque estoy seguro que todo lo ocurrido ha sido algo malvado, aunque mi esposa diga todo lo contrario), me sigue atormentado ahora mismo, mientras escribo estas líneas y especialmente, mi sueño.

Todo ocurrió durante una mañana de sábado, dedicada, como casi todas, a buscar antigüedades y reliquias por los anticuarios y rastrillos de la ciudad. Mi esposa y yo somos aficionados a recorrer estos lugares tan peculiares, donde se almacena, de forma completamente desorganizada para el ojo del profano, la historia más inmediata de nuestra sociedad. Aunque a veces uno puede encontrarse con una sorpresa y localizar una reliquia verdaderamente antigua, de la que ni siquiera el anticuario o el chamarilero conocen su auténtico valor, y así hacerse con una pieza valiosa a un precio excepcional. Esa es la principal motivación de todo buscador de tesoros, aunque, evidentemente, estos hallazgos no ocurran nunca. O casi nunca.

Nuestras andanzas en pos de la antigüedad aún por descubrir nos llevó a visitar en varias ocasiones un mercadillo donde la chatarra y los trastos viejos eran lo único que se ofrecía. Un conocido nos había contado en el transcurso de una cena que en aquel lugar había encontrado un libro antiguo de incalculable valor, el cual adquirió por unas pocas monedas, presidiendo ahora su biblioteca privada al haberse convertido en el más excepcional de todos los que la formaban. Animados con éste éxito, nosotros nos lanzamos a la aventura, deseosos de localizar algo que destacase entre toda aquella basura, aunque, evidentemente, no tuvimos éxito. Pero el coleccionista lo último que pierde es la experanza, y fue ésta la que nos hizo repetir nuestras visitas al lugar sábado tras sábado. Tantas fueron estas, que ya conocíamos a la perfección cada uno de los puestos y las mercancías que se exponían en los mismos, e incluso muchos de los venedores nos saludaban, a pesar de que nunca compramos nada, pues nos reservábamos para ese descubrimiento extraordinario que esperábamos hacer.

Pero en una ocasión, hará apenas unos meses –¡Qué lejos parece todo eso ahora!–, descubrimos, en un lugar apartado, un puesto nuevo. Movidos por la curiosidad nos acercamos al mismo. Estaba atendido por un señor elegantemente vestido, aunque su traje se veía bastante usado; educado, con maneras y gestos propios de las personas de alcurnia. Inmediatamente pensé que estábamos ante un noble venido a menos y eso me regocijó, pues vi la oportunidad de conseguir baratos objetos de calidad. Estaba seguro que el pobre estaba deshaciéndose de todas aquellas cosas maravillosas que su noble familia había acumulado durante siglos para él, debido a que el desgraciado no había sido capaz de mantenerlas en su poder. La mala vida o las malas decisiones habían permitido que yo pudiera conseguir aquellos tesoros que tanto había buscado y esa oportunidad no podía desaprovecharla.

Como es natural, por educación, no hice ningún comentario sobre mis sospechas al atento vendedor, aunque por su mirada cansada y hastiada era evidente que aquel hombre estaba sufriendo enormemente exponiéndose en público como un vil vendedor de burros, ofreciendo los recuerdos de toda su vida al mejor postor. “¡Estás son las oportunidades que presenta la vida!” –pensé– y me dispuse a desvalijar a aquel infeliz aprovechándome de su supuesta desgracia.

A simple vista se veían muebles de cierto valor, como sillas, butacas, mecedoras, etc. Incluso algún aparador no demasiado grande. Sobre los mismos había cortinajes y telas hace ya mucho tiempo pasadas de moda y un par de cuberterías a las que le faltaban piezas. La verdad es que quedé decepcionado, pues esperaba encontrarme con muchas más cosas de las allí expuestas. O la hacienda familiar era muy escasa, o habíamos llegado muy tarde y todo lo bueno había sido ya vendido.

El vendedor, siempre atento a nosotros, quizás porque le recordábamos tiempos mejores, pareció darse cuenta de mi desilusión.

–Me permito indicar al caballero que al fondo tengo un hermoso arcón de maderas nobles, bellísimamente decorado. Le aseguro que no habrá visto usted nada como esto. Y lo vendo a un precio muy asequible–, dijo aquel hombre, señalándome un baúl muy grande, que parecía más un sarcófago que un arcón. Me gustó nada más verlo, para mi desgracia.

–¿Puedo acercarme a observarlo con más detalle? –pregunté interesado. Él accedió y con suma diligencia comenzó a retirar todos los objetos que se interponían entre nosotros y el arcón.

A medida que me acercaba a él me iba dando cuenta de lo extraordinario que era. Los grabados, magníficos, representaban imágenes de monjas orando en una iglesia, paseando en parejas por un atrio o ayudando a los pobres repartiendo ropa y comida. Las escenas se representaban en grandes paneles laterales, con tantos detalles, que era imposible resistirse a perder unos minutos observando atentamente en cada uno de ellos. “Tiene que ser mío” –me dije. Pero para poder sacar un precio lo más ventajoso posible, comencé a inspeccionar todos sus lados aparentando una total falta de interés por el mueble. Cuando analizaba la cerradura, dorada, enorme, traté de levantar la tapa para contemplar el interior del cajón, pero estaba cerrado.

–¡Usted perdone, caballero, pero éste arcón ha permanecido cerrado durante siglos y nadie sabe qué hay en su interior! –dijo el vendedor.

–¿Y usted espera que compre un arcón sin poder comprobar cómo está su interior? ¿Y si está podrido? ¿Y si la carcoma lo ha destruido por dentro y en pocos días se deshace en mi casa?– le respondí, simulando un enfado que en el fondo no sentía. Para reforzar estas palabras, traté de levantar el arcón, con la intención de ver el estado de su base, pero pesaba tanto que solamente puede arrastrarlo un poco por el suelo. Algo sonó en su interior. El arcón no estaba vacío.

El vendedor, que también escuchó el ruido del objeto que había en el interior cuando golpeó las paredes de la enorme caja, me miró, por primera vez, a los ojos.

–Mire señor, piense que compra una caja sorpresa. Desde hace siglos en mi familia se sabe que hay algo en el interior de éste arcón, pero nunca nadie se atrevió a abrirlo. Era una tradición. El arcón decorará el salón de la casa, pero nadie nunca lo abriría. Desgraciadamente, yo me veo hoy en la necesidad de venderlo, y tengo que dejar a un lado todas esas cosas. Sé que como mueble es un mueble extraordinario, que vale mil veces más de lo que pido por él. Pero no puedo garantizarle lo que hay en su interior, porque no lo sé. Debería de haberlo abierto antes de ponerlo a la venta, e incluso haber vendido su contenido por separado, pero no me he atrevido a hacerlo. He tirado por la ventana muchas tradiciones familiares y no he querido humillarme más rompiendo esta última. Quien compre el arcón, se tiene que llevar su contenido sin saber qué es. Esa es mi única condición.

Internamente, me estaba frotando las manos. Los recelos de este pobre hombre me permitirían comprar dos cosas al precio irrisorio de una y así lo hice. Ahora me arrepiento de ello, pero ya es demasiado tarde. En aquel momento solamente pensé en contratar un par de hombres para que trasladasen el arcón a mi casa. Mi querida esposa y yo, tras pagar, nos fuimos paseando, disfrutando de nuestra magnífica compra. Incluso acordamos por el camino organizar una fiesta. Fiesta que haríamos en casa para presentar aquella joya a nuestros amigos y demostrarles así que nuestra búsqueda también había tenido éxito. Recuerdo que fue ella, inocente, la que propuso la genial idea de abrir, ante todos, el arcón y compartir con nuestros amigos el descubrimiento de su misterioso contenido. “Podríamos jugar incluso a tratar de adivinar que contiene”, dijo, ilusionada. Infeliz.

Y allí estábamos, rodeados de amigos y socios, todos con nuestras mejores galas, disfrutando de una exquisita cena. El menú estaba basado en la comida de los conventos, famosa por su sabor casi místico, en honor, evidentemente, al arcón y sus grabados. Disfrutamos de unos entremeses castellanos, en recuerdo de todos aquellos antiguos conventos del interior del país, seguido por un cordero cubierto por las más selectas especias utilizadas desde la Edad Media en los monasterios, acompañado de un suculento marisco para no olvidar el maravilloso camino de Santiago y su contribución a la gastronomía popular, todo ello regado con antiguos vinos. Finalmente, los dulces y pasteles fueron adquiridos en el convento más cercano de las Reverendas Madres Agustinas Recoletas, famoso por sus productos pasteleros. Cuando comenzamos con los licores solamente se hablaba de la vida monacal y el misterioso arcón. Mi esposa estaba encantada.

Tras colocar el arcón en el centro del salón, todos los invitados se colocaron a su alrededor. La escena me recordaba una ocasión en la que asistí a la retirada de las vendas de una momia egipcia traída al país por el Excelentísimo señor embajador de España en Egipto, acto al que tuve el inmenso honor de ser invitado y que se celebró en la casa del embajador, tras una cena bastante más suculenta a la ofrecida por nosotros. Aquello de retirar los trapos que envolvían los cuerpos momificados traídos desde las ardientes arenas del desierto se había convertido en una moda entre la alta sociedad, y aunque nosotros no estábamos aún a ese nivel, nuestro juego de descubrir el misterio del arcón también era sofisticado y distinguido, cosa que me llenaba de orgullo.

Con una palanca y la ayuda de un par de voluntarios, enseguida forcé la cerradura. Poco a poco, para mantener la tensión al máximo, comencé a levantar la tapa, mientras mis invitados gritaban “hay ropa vieja”, “una alfombra persa” y cosas por el estilo, defendiendo cada uno su apuesta frente a los demás. Pero cuando la tapa cayó, sujetada por las bisagras, al otro lado, se hizo un silencio absoluto. Las caras de todos mostraban asombro. Las señoras directamente se las tapaban con las manos. Cuando miré dentro, no pude evitar dar un fuerte grito ante lo que vi. Mi esposa contuvo un chillido, guardando, a duras penas, la compostura. Enseguida el salón se llenó nuevamente de gritos, pero en esta ocasión las palabras que llegaban a mis oídos pedían explicaciones, mencionaban ofensas o directamente señalaban una total falta de dignidad por mi parte. Ante todo esto, asombrado por cómo se estaban desarrollando los acontecimientos, por cómo estaba finalizando una velada que hasta ese preciso momento había sido sencillamente perfecta, volví a mirar el interior del cajón, esperanzado de no descubrir aquello que había visto antes. ¡Pero seguía allí! Estirado, en total reposo. Distante de todos y de todo, aislado, como si no perteneciese a éste mundo. ¡El cuerpo momificado de aquella monja seguía allí! En reposo, con las manos cruzadas sobre el pecho. Con un rosario de madera atado a sus manos. Con su traje perfectamente planchado y su tocado ocupando su sitio, sin haberse movido ni un ápice a pesar de los muchos siglos que aquel cuerpo incorrupto debía de llevar descansando en aquel arcón. Las voces subían de volumen. La habitación comenzó a girar a mi alrededor. Estaba a punto incluso de perder el sentido, cuando la voz fuerte y firme de mi esposa hizo callar a todos, rescatándome a mi de la pesadilla en la que estaba a punto de sumergirme.

–¡Señores y señoras, por favor! –gritó–. No se asusten. Esto no es más que una simple broma. No están viendo ningún cuerpo incorrupto, sino un estupendo muñeco creado por un artista. Cuando mi marido y yo descubrimos que no había nada en el interior del arcón, no nos resistimos a gastarles esta broma. Ahora veo, por la reacción de las señoras, que quizás ha sido demasiado pesada, por lo que les ruego disculpas. Y como penitencia, me impongo la obligación de dejar éste muñeco expuesto en mi salón todo el tiempo que sea necesario, hasta que ustedes, sus familiares e incluso sus amigos y vecinos, aunque no hayan asistido a esta cena, puedan venir cuando quieran para comprobar la calidad de esta obra de arte. Siento haberles causado tanta inquietud, pero no esperaba que un simple muñeco les asustase tanto.

¡Genial! Mi mujer había salvado la situación con una genialidad de última hora. Esperé, expectante, la reacción de los invitados. Tras unos momentos de incertidumbre, comenzaros a oírse aplausos y risas, y la gente se arremolinó frente al arcón para observar más de cerca el supuesto muñeco. ¡Todo un éxito!

Durante semanas sufrimos visitas inesperadas de personas que habían oído hablar de nuestra maravillosa creación, y como si mi hogar fuera la capilla de alguna santa, los devotos formaron cola para ver la maravilla con la que habíamos impresionado a la alta sociedad de la ciudad. Hasta la prensa se hizo eco de nuestra broma y a raíz de la divulgación de la noticia, en todas las grandes casas comenzaron a organizarse cenas-espectáculos en las que se descubría al final de la misma alguna ingeniosa representación. Nosotros fuimos invitados a muchas de ellas, y así, gracias al ingenio de mi esposa, nos vimos presenciando el descubrimiento de burdos muñecos que representaban a Afrodita, a Nerón quemando Roma, a una pareja de unicornios, e incluso al mismísimo Napoleón. Eso sí, todos reconocían que como nuestra obra no había otra, y todos querían que le diésemos el nombre del artista que la creó. Afortunadamente, con la escusa de organizar nuevas cenas, aún más espectaculares, y para seguir disfrutando de la excepcionalidad conseguida hasta ahora, a todos les decíamos que tenían que comprender que mantuviéramos en secreto su nombre. ¡Y todos lo entendían!

Mi mujer estaba encantada con la fama que habíamos conseguido. Colocó el arcón en una especie de altar y creó en nuestro salón un templo donde se rendía culto a aquel cuerpo incorrupto. Así fueron pasando los días, entre la atención a las visitas y las muestras de admiración de todos.

Yo, que miraba poco y con recelo el cuerpo de la monja, me había fijado que la noche en que lo descubrimos por primera vez tenía los párpados completamente cerrados y la piel seca y oscura, llena de arrugas. Pero con el paso de los días, su piel parecía haberse suavizado. Ya no era aquel cuero duro, sino que era mucho más humano. Incluso los párpados parecían ahora entreabiertos, adivinándose unos ojos tras ellos. Me dije que seguramente se debía a la humedad del ambiente. Pasar de estar aquel cuerpo cerrado a cal y canto a estar expuesto a un público multitudinario seguramente que le habría afectado de aquella manera. Y así se lo comenté en una ocasión a mi mujer. Pero ella, siempre práctica, no se conformó con verificar mi observación. Se dijo a si misma que si podía cambiar la tersura de aquella piel, e incluso su color, podría cambiar de traje al cadáver y hacerlo pasar por la nueva creación de nuestro anónimo artista; y se puso inmediatamente a ello.

Para conseguir su objetivo, se pasó horas y horas pulverizando agua sobre aquel cuerpo sin vida. Creía que así contrarrestaría la sequedad que sufría y cobraría un nuevo tono. Además, lo perfumaba constantemente, le cortaba el pelo y ensayaba peinados diferentes en aquella cabeza muerta. Incluso rezó, postrada ante aquel altar, algunas oraciones y ruegos. ¡Todo lo que hiciera falta, decía, con tal de conseguir que pareciese otro cuerpo! Así, un día la encontré subida al altar, tomando medidas al cadáver.

–Le voy a encargar una armadura a medida y la haremos pasar, en la próxima cena, por Juana de Arco –me dijo, sin tan siquiera mirarme, levantando aquellos brazos y pies muertos con la misma habilidad que una madre cambia de ropa a su tierno infante.

–Querida –le respondí–. ¿No crees que te estas pasando? Recuerda que eso que ahora tratas como a un vulgar muñeco, en una ocasión fue una persona y se merece un respeto por ello. ¿No sería mejor enterrarla en el camposanto y olvidarnos de todo este asunto?

–¡Pero qué dices! ¿No te has dado cuenta de que con mis cuidado esta mujer ha mejorado notablemente? ¿No ves que ahora disfruta de una vida social que ni en la otra vida hubiera disfrutado, la pobre, viniendo de un triste y antiguo convento? ¡Esta monja ha cambiado, mira su rostro!

Y era verdad. Aquella cara, antes vieja, sucia, contraída como una pasa, ahora era la de una señora de unos treinta años, con un pelo rojizo y limpio, perfectamente peinado y cepillado. Era la cara de una mujer hermosa. ¡Incluso tenía unos enormes ojos verdes, abiertos de par en par como si estuviese estudiando como mucho detenimiento el techo de nuestro salón! ¿Cómo era aquello posible?

–Helena –dije–. ¿No le habrás colocado ojos de cristal al cadáver, verdad?

–Estuve tentada a hacerlo, querido –me respondió sin mirarme, mientras seguía con sus medidas– pero no ha hecho falta ¿No te has dado cuenta que desde hace dos días ha abierto los ojos? ¿A que parece que esté viva?

¿Cómo era posible aquello? Sus ojos, al igual que el resto de sus órganos, deberían haber desaparecido hace siglos. ¡Aquello era imposible!

–Helena. ¿No me estarás engañando, verdad? Sabes que lo que dices no puede ser verdad.

–Lo sé, querido, pero es así. No solo tiene ojos y los ha abierto, sino que por la noche, hace ruidos. ¿No la has escuchado?

Aquello ya fue el colmo. La muerta, vestida de monja medieval, con un perfecto peinado, perfumada y con unos enormes ojos verdes, por la noche ...¡roncaba! ¡Ver para creer! Mi mujer se estaba volviendo loca de tanto inventar y aparentar, no cabía duda.

Pero estaba en deuda con ella, por lo que le toleré sus excentricidades. Aunque desde aquella conversación, cada noche, metido en la cama, afinaba mi oído, tratando de descubrir todos los ruidos de la casa. Y estoy seguro que el hombre más sordo que exista en éste mundo podría escuchar sin problemas los enormes ronquidos que surgían del salón de la casa.

Una mañana, mientras desayunábamos, mi mujer me comentó que aquel día regresara temprano a casa, pues traerían la armadura y quería que la ayudara a ponérsela al cadáver roncador. Yo lo llamaba así, aunque mi esposa había convencido al servicio de que los ronquidos que se escuchaban en la casa durante las noches los producía yo. “Es para no levantar sospechas”, me dijo. Así pasé a ser conocido entre la servidumbre como “el atronador”, y a mi paso por los pasillos escuchaba risitas a mis espaldas. Pero ya me daba todo igual. Quien tiene que comer cada día y cenar cada noche con un cadáver que rejuvenece por momentos, esta curado de espanto. No quería ni tan siquiera tratar de buscar una explicación lógica a lo que estaba ocurriendo. Estaba convencido que todo era una maldición por nuestro comportamiento con la muerta, pero ... ¡maldita maldición! Prefería mil veces los quejidos y llantos, mezclados con los sonidos típicos del arrastre de cadenas que dicen se oyen ante toda aparición fantasmal que pasar una sola noche más torturado por aquellos ronquidos de rudo leñador del norte.

Y aquella tarde, dispuestos ambos a introducir aquel cuerpo, ahora sonrosado y juvenil en la armadura,ocurrió lo que, en el fondo de mi alma, espera que ocurriese: Aquella bella mujer se despertó. Sí, se despertó, porque hace ya mucho tiempo que no parecía muerta, sino simplemente dormida. Y lo hizo con un grito, como asustada por verse en aquella situación: Yo cogiéndola por las piernas mientras mi mujer, con una palanca y unas cizallas, intentaba encajarle una pernera de la armadura que, al parecer, el herrero había hecho más estrecha de lo debido. ¡Si es que hasta había engordado la monja del demonio!

Y ahí estoy yo, corriendo con una recién resucitada, camino del hospital. Hospital donde me toman mi nombre y filiación, para que me haga cargo de los gastos médicos. Hospital donde, tras un chequeo general, me dicen que la joven está perfectamente y que la puedo llevar a casa. Hospital donde grito repetidas veces, “ Estaba muerta, estaba muerta” y donde corro, perseguido por aquel ser regresado de la muerte, que me sonríe y me tiende las manos, tratando de agarrarme. Donde quieren obligarme a llevarme aquel engendro nuevamente a casa. ¿Pero están locos? ¿Acaso nadie quiere enterrar a una muerta? ¿Acaso estoy condenado a convivir con esta monja que desde que regresamos al hogar me hace rezar seis veces al día, quiere que recite de memoria el rosario y cada día me lee la vida de un nuevo santo? Sí. Todo lo que me está pasando es fruto de un mal. Del peor mal que el hombre pueda imaginar. ¡Y lo peor es que lo cuento y todos se ríen de mí!