El hombre

El hombre visitaba pocas veces el pueblo. No era muy sociable y prefería estar alejado de las personas. Nunca le trajeron nada bueno. Creció en una casa pobre, donde su padre le enseñó a sobrevivir, pero no a convivir. Aquel hombre le crió solo, ya que la madre murió en el parto. Él también era huraño. Y violento. Todas las semanas recibía una paliza, por las causas más diversas. Cuando fue un adolescente, comenzó a sospechar que su padre pagaba en él todas sus frustraciones. Un día se rebeló y se atrevió a defenderse. Su padre trató de clavarle uno de los cuchillos de la cocina, el más grande que encontró, y él, temiendo por su vida, fue capaz de forcejear, arrebatárselo y clavárselo en el pecho. Mató a su padre en defensa propia, pero él no sabía qué era aquello. Temió que las autoridades le encerrasen, y por eso, se marchó de aquel pueblo para siempre.

Aquel hombre, en la soledad, encontró el consuelo que nunca tuvo. La naturaleza le alimentaba y él aceptaba de buen grado todo lo que le enviaba. No necesitaba más. En su huida, tras vagar por las sierras durante meses, encontró una vieja cabaña abandonada. Estaba casi en ruinas, pero el paraje donde se encontraba le gustó y decidió restaurarla. Allí llevaba viviendo ya cinco años. Cinco años de soledad y recogimiento. De calma en el alma. De paz.

El hombre apenas sabía leer. Fue unos años al colegio, hasta que su desarrollo físico le permitió ser lo suficientemente fuerte como para realizar las labores de la finca familiar. Entonces, su padre lo sacó de la escuela y lo puso a trabajar. Pero en la cabaña encontró algunos libros, húmedos y rotos, que el leyó con paciencia. Al cabo del tiempo, se los sabía casi de memoria, de tanta afición que le cogió a la lectura. Uno de ellos era la biblia. Otros eran libros de agricultura y ganadería, que le sirvieron para organizar y explotar su granja de la mejor manera posible. Los demás, libros extraños que estaban escondidos dentro de una de las paredes. Hablaban de magia, demonios, poderes sobrenaturales y cosas así. Él nunca llegó a entenderlos bien, y siempre pensó que eran una sarta de tonterías. Llevaba mucho tiempo viviendo en mitad de la nada, y nunca vio nada de lo que aquellos libros mencionaban.

Él creía que la naturaleza era cristalina. Nunca ocultaba nada. Todo estaba a la vista para los que supiesen mirar. Por eso, todo aquello que trataba de alterar la naturaleza de forma mágica le sonaba a fantasías y niñerías. Aquella mañana, para demostrarse a sí mismo que el diablo no existía, realizó unos conjuros que había en uno de los libros para invocarlo. Tras un par de horas practicando el ritual al pie de la letra, desistió. Aquel tipo con cuernos y patas de cabra no se presentó a la llamada. El resto de la mañana la dedicó a sus tareas, y por la tarde, tras comer, fue a pasear por el bosque. Le gustaba entrar en silencio, para poder sorprender y observar a todas las criaturas que allí habitaban.

Por la noche hizo una hoguera frente a la casa con la intención de prepararse carne a la brasa para cenar. El cielo estaba despejado, y las estrellas, infinitas, tan cercanas a la tierra, que pensaba que si estiraba el brazo podría tocarlas. Ante aquella visión, el hombre decidió dormir al raso, al lado del fuego, bajo aquel techo de luz lechosa. Pero mientras preparaba el jergón, escuchó, a lo lejos, una voz que gritaba. Vio una silueta que salía del bosque en dirección a la cabaña. El hombre rápidamente empuño su cuchillo de caza.

Poco a poco la silueta se fue acercando, para mostrar lo que parecía un monje, con su cogulla negra y su cordón a la cintura. Por la voz parecía un anciano, pero la capucha impedía ver su cara.

—¡Buenas noches, hijo! Espero no haberte asustado. Me he perdido y busco cobijo. Me llamo Samael.

El hombre se fijó que caminaba lentamente, cojeando quizás un poco. No le pareció peligroso, por lo que guardó su puñal en la funda que llevaba a la cintura. Tras presentarse y ofrecerle asiento y comida junto al fuego, se sentó al otro lado de la hoguera. No quería estar muy cerca del desconocido.

—¡Bonito lugar éste donde vives! —Dijo Samael—. Aquí parece que tienes todo lo que necesitas para vivir. —Sí. No necesito nada más. —¿No sientes curiosidad por conocer a otras personas, por ver otras partes de éste mundo? Mira que hay cosas maravillosas más allá de éstas montañas. —No. Nunca he sentido curiosidad por nada. —Eso no puede ser verdad. El hombre es curioso por naturaleza. —Pues yo no lo soy. ¡Se lo juro por Dios! —No jures en vano, hijo mío. Dios siempre nos observa. —¿Por qué dice eso? ¿Acaso duda de mí? —Perdóname. No he querido ofenderte. Gracias por la cena. Si me indicas el camino para ir al pueblo, seguiré mi camino. Hace una noche preciosa para caminar.

El hombre, celoso de su intimidad, le dio las indicaciones y lo despidió. Tras vigilar un rato para comprobar que el anciano realmente se alejaba de sus tierras, se metió en la casa. Ya no se sentía seguro durmiendo a la intemperie.

Cuando abrió los ojos, todo era luz. Pero era distinta, no era luz solar. Era como la luz que se crea dentro de una cueva húmeda, con una gran hoguera. Las sombras bailaban por las paredes.

A su lado, estaba su padre.

—¡Hijo! ¡Qué has hecho! ¡Llamaste al diablo! —¡Pero padre! No vino! —gritó. —¡Hijo! ¡Perdóname por todo el mal que te he hecho! Esto es el infierno. Mañana estarás aquí conmigo. ¡Lo siento!

El hombre despertó. Vio que estaba en su cama. Salió fuera. Junto a la hoguera, vio las huellas de lo que parecía una cabra que hubiera caminado sobre dos patas. Supo que ese día moriría.