Helena

El fuego que ardía en la chimenea era el único punto de luz de aquella enorme sala. Frente a él, la butaca ocupaba el puesto de honor junto a las altas llamas. Todo lo demás era oscuridad.

Desde la puerta de entrada al salón, aquella chimenea se veía como una lejana estrella brillando en el vacío del espacio. No había otros puntos de referencia. No había ruidos. No había ninguna señal de vida.

Y como si fuese una triste polilla atraída por la luz de una farola, aquella chica miraba desde la distancia la chimenea, aterrorizada.

Vestía un sucio camisón blanco. Nada más. Tenía el pelo enmarañado y sucio y sangraba por las manos, los pies y las rodillas. Sus ojos, si hubiesen estado iluminados debidamente, hubieran reflejado una mirada de terror. Pero hacía mucho tiempo que no veían la luz.

Su instinto le decía que no se acercase a aquel fuego, pero tenía frío. Sabía que la estaban buscando, y que allí la encontrarían. Su mejor opción era seguir caminando por aquellos pasillos oscuros y húmedos, pero estaba muy cansada. Ya no resistía más.

Apenas comenzó a caminar hacía la chimenea, cuando un brazo apareció, de repente, por el lado derecho de la butaca. Se detuvo. Un hombre alto se levantó y se giró hacia ella. La iluminación del fuego, a sus espaldas, mostraba a la chica solamente una sombra, una silueta amenazadora.

Durante unos segundos eternos, aquel hombre a contraluz no se movió. Después, extendió un brazo hacia ella, señalándola como si la estuviese condenando. Pero no dijo nada.

La mujer se tapó la boca con sus manos. Quería gritar, pero el terror que sentía se lo impedía ¡Aquel hombre sin rostro, con aquel sencillo gesto, había sido capaz de inmovilizarla!

A continuación, una voz profunda abandonó la luz y viajó, lentamente, hasta ella.

–¡Helena! Por fin has aparecido –habló la sombra. Ella dio un paso temeroso hacia atrás. Conocía aquella voz. La había escuchado muchas veces entre los muros de aquel castillo. ¡Joel! Él era el hombre que la retenía allí, en aquel extraño lugar. Él sería quien la drogaba y la hacia perder la consciencia cada dos por tres. ¡Él era su captor y su torturador!

–Libérame, Joel. ¡Te lo suplico! –dijo con un quejido la mujer–. Libérame y déjame marcharme de este lugar. Quiero regresar con los míos. ¡Te lo pido por favor!

El hombre parecía asustado. Sus ojos desprendían miedo y rabia. Permaneció unos segundos en silencio, como si las palabras de la mujer hubieran tardado más de lo normal en llegar hasta sus oídos. Después, desesperado, grito:

–Veté. aléjate de mí. Vuelve a la sombra.

La mujer no pareció escucharle. Trató de avanzar hacia el hombre, pero algo la retenía.

–¡Por favor! Permite que vuelva con los míos. ¡Es lo único que pido! –gritó.

–¿Por qué no dejas de atormentarte? Regresa a tu sitio –dijo él.

–¡No! ¡No quiero volver allí! ¡Déjame libre, por favor! –gritó ella.

–¡Lo siento, Helena! – Y el hombre se puso a llorar.

La mujer sintió cómo una fuerza poderosa la tomaba por la espalda y la arrastraba, nuevamente, hacia la oscuridad. Veía alejarse aquella sombra, que de pie y con su mano derecha apoyada en la butaca, presenciaba cómo era absorbida por aquello que fuese que la transportaba. Sintió ira y pena. Aunque terrible, aquella figura humana era la única evidencia de que existía la luz y el calor. El frío volvió a adueñarse de su cuerpo. Quiso gritar, pero ya no pudo. Estaba muda.

Aquella fuerza poderosa que la arrastraba, silenciosa, de repente, cesó. Extendió sus manos hacia adelante y toco un muro húmedo. Las levantó hacia arriba y volvió a tocar aquellas piedras mojadas. Intentó darse la vuelta y chocó con otra pared. Sí, estaba nuevamente en aquel sepulcro en el que apenas podía levantarse y donde no podía dar ni un solo paso. No escuchó abrirse ni cerrarse puerta alguna.

Seguramente –pensó– que ya estaba bajo los efectos de las drogas que, sin saber cómo, no dudaba que Joel le suministraba y aquello era parte de las alucinaciones que le producían. Allí solamente había piedra y roca. Un grito rebotó en su cabeza, pero ningún sonido brotó de sus labios. Perdió el conocimiento.

Cuando despertó, no supo diferenciar el sueño de la realidad. Había soñado con un infierno húmedo y oscuro, por el que vagaba eternamente, chocando con seres viscosos y grasientos que la agarraban y la sobaban. Era como si una enorme lengua la saborease antes de que fuese tragada por un monstruo gigantesco. Pero ahora, creyéndose despierta, estaba en esa misma oscuridad insondable, espesa. Y tirada en el suelo, sin atreverse a realizar ni un solo gesto, sentía como por sus espaldas algo viscoso y húmedo, tan grande al menos como ella, empapaba su camisón y la pegaba con fuerza al suelo. No podía moverse; apenas respirar. ¿Cuánto tiempo llevaba encerrada? ¿Habían pasado horas o días desde que intentó escapar?

De repente, sintió nuevamente como una vorágine silenciosa se adueñaba de ella y la arrastraba por la oscuridad hasta ver a lo lejos, nuevamente, la chimenea iluminada por el fuego. Otra vez estaba allí la butaca, otra vez la sombra... ¡Otra vez Joel!

Aquella escena se repitió muchas veces. Tantas que la sombra cambió. Ahora era más pequeña, más menuda. Quizás fuese otra persona, quizás fuese más mayor... ¡Dios mio! ¿Cuánto tiempo había pasado? Por fin, después de repetirse aquella escena infinidad de veces, la decoración también cambió. Frente a la chimenea ahora había una mesa, y cuatro personas sentadas, con las manos unidas sobre el tablero. Una extraña luz amarilla surgía del techo de la sala, iluminando, con un potente fulgor, al grupo. Uno de ellos hablaba en voz alta. Los demás, en silencio, parecían vigilar, con un miedo apenas contenido, la oscuridad que había más allá de la claridad que los envolvía.

De pronto, uno de ellos gritó y el que dirigía aquella reunión, a gritos, ordenó al resto que no se movieran. Miró a la mujer, y con una voz temblorosa, le dijo:

–¡Aquí estas! ¡Has venido! Llevamos mucho tiempo esperándote.

–Liberadme –gritó ella–, pero su voz sonó extraña, grave, lejana. –Las drogas– se dijo.

El hombre se asombró, como si no esperase escuchar ningún sonido de la boca de la mujer. Permaneció frente a ella, en silencio.

–¡Mirad cómo se conserva! –dijo al rato a sus compañero–. Parece que no ha pasado el tiempo por ella.

–¡Es increíble! –dijo alguien a sus espaldas.

–¡Voy a intentar hacerle una fotografía! –dijo otro.

–¡Quietos! –gritó el que estaba frente a ella–. No vaya a asustarse. No hagáis nada.

Haciendo un terrible esfuerzo, Helena se acercó todo lo que pudo al hombre que tenía delante, y le gritó:

–¡Liberame, Joel!

–No soy Joel, Helena –le respondió–. Y no te puedo liberar, porque tu libertad no depende de mí.

–¿De quién depende? –preguntó con desesperación.

–¡Estás muerta, Helena! ¡No puedo liberarte, los sabes muy bien! ¡Yo no te retengo! ¡Es la muerte quien lo hace! ¡Eres un fantasma!