Recuerdos

En un lugar de España, en una fecha del año del Señor de 1545.

El puente

Recuerdo perfectamente cada detalle. Están grabados a fuego en mi cabeza. Cada vez que cierro los ojos, vienen a mi mente sin el menor esfuerzo. Están ahí para atormentarme, para que nunca olvide lo que pasó. ¡Para que nunca olvide que la culpa fue mía!

Pero me lo tengo merecido. El remordimiento es una serpiente que crece en nuestro interior y se va alimentando de nuestro corazón. Poco a poco lo va devorando, sin que al principio nos demos cuenta de ello. Pero pasado un tiempo, sentimos un vacío, una ausencia de toda felicidad, que va siendo sustituida por la angustia y el temor. Y así, con el tiempo, el remordimiento nos enseña un mundo terrible donde estamos abandonados, donde tenemos la certeza que no encontraremos ayuda y donde solamente sentimos vértigo. ¡El remordimiento es mi condena! Ajena a la justicia del hombre, pero implacable como la justicia de los dioses.

¡Sé que la responsabilidad es mía, que soy culpable! ¡Eso no me lo perdonaré nunca! Pero quisiera ser capaz de volver a recuperar, aunque solamente fuera por un momento, esa calma de espíritu, esa tranquilidad de la que disfrutaba antes de que la tragedia ocurriera. Ahora veo como muy lejanos aquellos felices días en los que disfrutaba de la vida, en los que el azul del cielo y la sonrisa de un niño encendían una llama de felicidad en mi alma. Tiempos en donde las cosas sencillas eran bonitas, bellas, esenciales... ¡Maravillosas!

Pero todo ha cambiado. Ya no soy capaz de encontrar esa luz mágica en nada de lo que me rodea. Todo está pintado de tonos grises, oscuros, tétricos. El mundo se ha vuelto un lugar sombrío, lúgubre. Un sitio donde lo natural es sufrir y padecer. ¡Un lugar donde impera la desesperación! Esa misma desesperación que me llevó a buscar las peores soluciones, las más terribles, las que, finalmente, me condenaron eternamente. Yo, que buscaba enmendar mis pecados, me convertí, sin apenas darme cuenta, en el rey del Infierno.

Sí, fue una transición extraña. Mis remordimientos me llevaron a la desesperación, y el suicidio se me presentó como la salida más lógica, la más coherente a una vida desgraciada y sin alicientes. ¿Para qué seguir padeciendo, si era imposible salir del pozo negro y profundo en el que había caído? Lo mejor era acabar con el padecimiento, con la agonía. Era lo que el hombre siempre había hecho con los animales que sufren, con los que no tienen cura. Acabar con ellos de una forma rápida y compasiva. Eso era lo natural. ¿Y no soy yo, acaso, peor que un animal? ¿Y siendo así, no me merezco, frente al hombre más piadoso, al menos un final similar al de cualquiera de ellos?

¡Remordimientos, desesperación, suicidio! El camino ideal para convertirme en un pelele; en algo que, aunque camina y respira, está vacío por dentro, muerto. ¡Muerto en vida! Inmune a todo, insensible a todo y con un único objetivo: ¡Acabar con su vida!

Y con esta resolución, con éste único motivo para moverme y caminar entre los vivos, me encaminé una noche al puente viejo, para dar cumplimiento a mi último viaje.

Al puente viejo lo llaman así porque fue construido en tiempos del Imperio Romano. Es un puente pequeño, con dos arcos de medio punto, apoyado sobre unas anchas pilonas levantadas sobre el cauce bajo y plagado de rocas del río Sauño. Es un sencillo puente creado para poder salir del valle. Pero además tiene algo peculiar: Ha sido utilizado durante siglos, no solo para atravesar el río, sino como lugar de destino final de todos los suicidas de mi localidad. Es por ello que siempre se han contado historia sobre el mismo. Unas hablan de los fantasmas de todos los que se han inmolado allí, que lo visitan frecuentemente porque sus almas han sido condenadas y no pueden avanzar, allí a donde tengan que hacerlo, siendo castigados a penar eternamente en el lugar donde se quitaron la vida para poder evitar que otros cometan sus mismos errores. Otras cuentan que el diablo lo utiliza como entrada al Infierno para todos aquellos que se dejan engañar por él... Yo siempre he pensado que no son más que historias que existen en todos los pueblos de éste mundo sobre lugares apartados y poco visitados. Cuentos que no llaman especialmente la atención del antropólogo o del recolector de mitos y leyendas, pues son muy comunes.

Aunque la verdad es que el sitio da miedo. Hace muchos años se trazó un nuevo camino para salir del valle en el que se encuentra el pueblo, y el viejo, que atravesaba aquel puente, quedó abandonado. La maleza y el bosque engulleron sus lindes y la vegetación cubrió casi en su totalidad las piedras de la construcción romana. El viajero que ignoraba la nueva ruta, al llegar al puente, se encontraba un paso estrecho, lleno de musgo y enredaderas. Al otro lado le esperaba un bosque espeso y tenebroso, que parecía absorber la luz que lo rodeaba. Más que el camino de salida del pueblo, parecía la entrada a una cueva profunda y oscura, morada de bestias terribles y misteriosas. Seguramente que de ahí venían tantas leyendas, de su aspecto abandonado, como si fuera algo condenado, olvidado, temido. Algo tan terrible que el hombre no ha querido volver.

Y allí llegué yo hace un par de noches. Hacía frío, más de lo que es habitual en ésta época del año. Las estrellas estaban tapadas por espesas nubes, que corrían por la bóveda celeste, relevándose unas a otras frente a la luna, con la clara intención de tapar su luz mortecina y dejar aquel lugar del demonio en una penumbra sobrecogedora. El sonido de mi caminar sobre la gravilla se mezclaba con el del viento, que silbaba entre los troncos de los árboles. Costaba adivinar, en medio de aquella oscuridad, dónde comenzaba exactamente el puente. Tanto, que cuando quise darme cuenta, ya había penetrado en él y había recorrido más de un cuarto de su longitud. Me asomé a su muro y pude ver cómo el agua corría rápida entre las peñas, levantando espuma aquí y allá, cada vez que la larga lengua de agua lamía alguna de las muchas piedras que encontraba en su avance. Aquel era más bien un arrollo que un río, aunque debido a las muchas lluvias de aquella época, sus aguas corrían rápidas y ruidosas. Permanecí un momento hipnotizado por el juego entre el líquido cristalino y las duras piedras. Enseguida creí escuchar un ritmo, una melodía oculta tras el ruido y los chapoteos. Era una llamada más que un aviso. No dudé de que aquella extraña música sonaba para mí. Sentí la necesidad de subirme al muro y saltar. Me retiré un paso hacia atrás, miré a los lados de forma instintiva, a modo de despedida... ¡Y entonces fue cuando lo vi! Subido en el muro oeste, en mitad del puente, erguido, con la cabeza levemente inclinada hacia las aguas turbulentas que corrían por debajo, había un hombre. Era alto, delgado, vestido de negro. Solo se apreciaba su silueta, pero parecía estar concentrado en el río, en cómo el agua se rasgaba entre las afiladas rocas, sangrando espuma por todas partes. Y aunque no daba muestras de dudar, sí que daba la impresión de estar meditando esa última decisión, la de dar el salto definitivo y acabar con todo.

Me vi inmediatamente identificado con aquel hombre. ¿Tendría yo el valor suficiente como para, tras colocarme en su misma posición, dar ese paso definitivo hacia la muerte? Algo en mi cabeza me dijo que no lo molestase, que esperase a ver que hacía, sin interrumpirle. Era como si tuviese la posibilidad de ver mi futuro inmediato, y eso, en cierta medida, me excitó y me animó a convertirme en un simple espectador silencioso de aquel terrible espectáculo de muerte. No tenía la más mínima intención de recriminarle su acción, evidentemente. Ni siquiera por un instante pasó por mi cabeza la posibilidad de tratar de convencerlo para que no pusiera su vida en peligro. Su actitud decidida indicaba claramente que poco podría yo influir en sus razonamientos. Además, su posible muerte era como un anuncio para mi. Mejor aún. Era una prueba, un modelo, un ejemplo. Si él lo hacía, yo no tendría ya excusas para no imitarlo. Si desistía, sus razones podrían ser mi última esperanza. Así que, egoístamente, esperé y observé.

El suicida

Fueron pasando los minutos, tal vez las horas, y aquel hombre no se movía. De vez en cuando se alzaba de puntillas, como queriendo elevarse y levantar el vuelo, al igual que un tímido aguilucho que practica antes de surcar los cielos por primera vez. Pero al cabo de un momento, volvía a apoyar sus talones. No apartaba la vista del río. ¡No se movía apenas! Yo estaba aterido, pues llevaba mucho tiempo también sin moverme y la humedad de aquel lugar hacía que el frío fuese insoportable. Di unas patadas al suelo para tratar de entrar en calor y entonces él levantó su cabeza y, desde la distancia, me miró.

—¿Te agrada el espectáculo? –gritó con una voz fuerte y grave.

No supe cómo reaccionar. Hasta ese momento, aquel hombre había sido poco más que una sombra chinesca que representaba su espectáculo para mí. No esperaba, ni remotamente, que yo pudiera llegar a interactuar con él.

—Deberías de subirte al muro para tener una mejor perspectiva –dijo a continuación, volviendo a posar su mirada en el río. Mi presencia no pareció molestarle. Incluso me dio la impresión de que estaba acostumbrado a aquel tipo de interrupciones.

—¿Por qué quieres saltar? –me atreví, finalmente, a preguntar, atribulado. Era como si, tras haber sido sorprendido presenciando una escena íntima de una persona desconocida, con aquella pregunta ridícula y simple quisiese evitar la vergüenza de haber sido pillado.

—Deberías de preguntarte por qué quieres saltar tú, amigo. ¿O acaso estas aquí por otra cuestión?

No supe que responder. Aquel personaje conocía mis intenciones, y eso no me gustaba.

—¿Qué sabes tú lo que yo quiero hacer? —le respondí.

—Creo, compañero, que más que tu mismo. Te sientes culpable de algo terrible, lo sé, y no esperas ni siquiera tu propio perdón. El único deseo que te mueve es correr hacia el Infierno, con la esperanza de que sus tormentos sean dignos de tu culpa. Pero yo te digo, amigo, que aquí, en la Tierra, en éste mundo depravado y mísero, encontrarás sufrimientos aún más terribles que los que mi señor Satanás te pueda propiciar en su reino. Créeme si te digo que tus ansias de sufrimiento se verán más que satisfechas.

—¿Qué puede existir peor que el Infierno? —grité, contrariado.

—El Infierno es un lugar terrible, sí, lo reconozco. Yo lo visito cada día. Allí, supuestamente, penan las almas de todos aquellos que pecaron a los ojos de tu dios, ese que os dictó unas reglas para que vivierais como personas civilizadas y que castiga sin piedad a todo aquel que no las cumple. Pero él no dice nunca nada. Dudo de que realmente exista. Sin embargo, lo que sí existe es un ejercito de curas a sus órdenes para perseguir a los pecadores. ¡A todos se les impone una pena! A muchos, la muerte. Pero esos curas son unos hipócritas. Su boca, mediante la Inquisición, condena, pero el brazo que ejecuta es el secular. ¡No quieren mancharse de sangre sus sotanas negras! Siempre han sido sumisos al poder de la tierra, en lugar de al poder de los cielos, porque siempre han pretendido vivir de privilegios. Su maestro, Jesús, fue el hijo de un humilde carpintero y nunca tuvo más que su túnica y sus sandalias. Pero sus seguidores están ávidos de dinero y poder. Bendicen al cacique y solamente luchan contra él cuando ven peligrar sus prebendas. Reparten sus migajas con los desamparados, pero acumulan tesoros. Ellos se atreven a juzgar y a condenar, aún cuando Jesús nunca lo hizo, y se atreven a hablar en nombre de Dios, cuando Dios ha permanecido mudo durante milenios.

Pero ignoran que el único que juzga y condena realmente es mi Señor. Satanás los recibe sentado en su trono y les muestra su miserable vida de pecado para asignarles después el tormento que se merecen. Él es el que realmente condena, es el que realmente castiga, no tu dios. Y si sientes temor ahora mismo por tu alma, es gracias a Satanás, que te espera, y no a ese dios perdido desde el inicio de los tiempos. Mi Señor es temible, pero justo. Si no cometes pecado, nada has de temer. Ese es el principal mandamiento. Para evitar el Infierno no tienes que hacer la voluntad de tu señor, ni convertirte en su esclavo. Solamente tienes que salir airoso el día que te juzgue Satanás, y él es más pragmático. Sabe lo que es negociar, ceder y recompensar. Si mi Señor no desea castigarte, será la prueba más rotunda de que nunca habrás cometido pecado. Y en tu caso, cuando estás tan desesperado por sufrir un castigo terrible que alivie tu culpa, cuando egoístamente esperas que él sacie tu sed de justicia y te devuelva a un estado de paz interior, que, aún sufriendo los tormentos del Infierno, aliviaría tu alma atormentada, es muy posible que desee castigarte perdonándote. Recordar durante toda la eternidad ese crimen tan terrible sabiendo que nunca en la vida tu alma descansará en paz es el peor castigo que se me ocurre. ¿O acaso tú habías pensado otro peor?

¡Maldita sea el diablo! Nunca hubiera creído que existiera algo peor que la tortura eterna. Mi culpa es inmensa. Tan grande que ni siquiera mil infiernos podrían reunir los suficientes tormentos como para, tras toda una eternidad, ver mis pecados expiados. Y eso era lo que yo pretendía quitándome la vida desde aquel puente, acceder, por la puerta grande, a esos infiernos. ¡Pero que triste es mi vida! Ni tan siquiera he visto la frontera de ese reino de terror que tanto ansío, cuando un simple emisario ya me vaticina cosas peores. ¡Vivir junto a mi Dios siendo impuro! ¿Existe, acaso, tormento peor?

¡Pero no, esto no es posible! Su palabrería y sus promesas son las tretas típicas del diablo. Satanás no tiene el poder de enfrentar mi alma atormentada a Dios. Estaba, sin duda, ante un engaño.

—¿ Cómo es posible que Satanás pueda anular las condenas de Dios, siendo él un mero ser creado, al igual que yo, de su voluntad? —dije— ¿O ocaso no fue expulsado del Cielo por un poder superior? Creo, seguidor del diablo, que no quieres más que engañarme con alguna oscura intención —le repliqué. Y fue entonces cuando, sin hacer el más mínimo ruido, caminando por encima de la barandilla del puente, aquella sombra se desplazó hasta mi lado. La oscuridad apenas me permitía ver los detalles de su rostro, pero me dejó aterrado una tenue luz blanquecina que su cuerpo generaba; luz que, ahora me daba cuenta, había permitido hasta ese momento que pudiera ver aquel engendro a pesar de la distancia. ¡No cabía duda de que aquello era una aparición fantasmal!

—¡Conoces poco tus Sagradas Escrituras, amigo mío! —me gritó el fantasma—. En el libro del Apocalipsis se dice que será en el día del juicio final cuando se juzgará a los muertos. Ese día, y no otro. Hasta que el ángel no toque su trompeta, tu dios no tiene nada que decir. Es más, hasta que llegue ese día, el único dios en la tierra es mi Señor Satanás. Y es él el que se apodera de las almas para castigarlas. Cuando llegue el día del juicio final será inevitable otra nueva guerra entre tu dios y el mío, en la que, estoy seguro, está vez Satanás triunfará frente al intento traicionero de tu dios de apropiarse de las almas que ha despreciado siempre. Él se fue y las abandonó, y fue mi Señor quien se ha ocupado de ellas. Pero hasta entonces, tu alma pertenecerá a mi Señor, no lo dudes. Y será él quien elija tu castigo, como ya te he dicho.

Me vi perdido. Aquel ser demoniaco hablaba de las Escrituras como nunca había yo escuchado. Si el juicio aún no ha llegado, ¿quienes son los curas para condenar?

—¿Qué quieres de mi, demonio infernal? —le pregunté.

—Tú buscas sufrir por tu pecado, padecer para expiar. Buscas el castigo ejemplar. Es por ello que tu castigo solo puede ser expiado obligándote a repetir, una y otra vez, esa aberración que tanto te hace sufrir. ¡Tu castigo será repetir tu pecado, eternamente! Así, esta agonía que sufres ahora, la verás multiplicada por mil y así comprenderás que el mal en éste mundo es necesario. Si no fuese así, ¿cómo se castigaría tu pecado? ¿Cómo se castigan todos los pecados si no es aplicando un mal mayor al ya cometido? Los hombres lo llamáis justicia, y la representáis ciega. Pero la realidad es que la justicia es Satanás, el único que aplica el mal con la finalidad de castigar.

Me quedé mudo. No podía soportar siquiera tratar de traer a mi mente mi terrible pecado, así que no era capaz de imaginarme repitiéndolo una y otra vez. Pero el espíritu tenía razón. ¡No existía castigo peor para mi pecado! Y eso era lo que yo deseaba: Ser castigado de una manera ejemplar.

—¿Qué tengo que hacer, demonio, para ser castigado como debo?

El castigo

Reconozco que cuando aquella aparición me habló de repetir, una y otra vez, mi terrible pecado, quedé muy impresionado. Era el peor castigo que se me podría imponer; pero después de permanecer un rato en silencio, meditando, llegué a una conclusión que me hizo casi sonreír: Lo que me proponía aquel demonio era, sencillamente, imposible. Ni siquiera el mismísimo Satanás podría conseguir que aquello que yo hice se repitiera por segunda vez. ¡No existía esa posibilidad! Porque aún suponiendo que fuese capaz de hacerme regresar en el tiempo al segundo antes en el que todo ocurrió, ni siquiera así, volvería a cometer yo aquel crimen. Ahora veía perfectamente que no hay castigo peor que aquella terrible acción que me condenó, y es por eso que, nunca más volvería a repetirla. Mi idea de merecer un castigo forzosamente comenzaba a declinar, ya que, salvo el perdón por parte del señor de los infiernos, hasta ahora su enviado no había conseguido impresionarme con nada más. Y si aquel ser concluía que lo mejor era que fuese perdonado, el castigo me lo estaría imponiendo yo al no ser capaz de perdonarme. ¿Y quién era yo comparado con Satanás para infligir dolor? ¿Acaso mi nulo poder podía compararse con el suyo? Creo que el perdón tampoco me resultaría un castigo apropiado, porque no sería una acción redentora.

Pero medité un poco más sobre la proposición de repetir, hasta el infinito, mi pecado. Yo, voluntariamente, no lo haría nunca más, pero si el diablo me obligase a recrear una y otra vez aquella maldita escena, mi alma también descansaría, ya que no me sentiría culpable de aquellas acciones. Sería él quien me utilizaría como una simple herramienta y sería él el único culpable. Yo sería la otra víctima. No sería mi voluntad, sino la suya, la que decidiese pecar, por lo que yo sería completamente inocente.

Y con éste último pensamiento en mi mente, comencé a darme cuenta que quizás el terrible pecado que aquel espectro quería imponerme no sería tal. A aquellas alturas de la noche llegué a la conclusión de que era preferible retirarme airoso y contento de no haber tomado ninguna decisión desesperada, que mostrarme exigente y reclamar a aquel ser alguna conclusión. Pero la situación no me favorecía. Yo estaba allí, en aquel puente de los suicidas, con la intención de quitarme la vida. Aquel espíritu me había propuesto un castigo mucho más digno que la simple muerte, y yo había aceptado. Ahora, tras reflexionar sobre mis motivaciones, prefería marcharme de allí y darme un tiempo para pensar en todo lo ocurrido, pero tenía que deshacerme de la aparición para ello.

—He pensado que quizás no quiera ser castigado —dije con temor a aquel fantasma. Él se acercó aún más, levitando, en absoluto silencio.

—¿Te has arrepentido, maldito gusano? —me gritó— ¡No juegues conmigo, miserable!

—No quiero tomar una decisión ahora. Quiero meditar antes de comprometerme por toda la eternidad. Es algo que deberías de entender.

—¡Pues medita mientras caes al río! —me gritó, a la vez que una fuerza invisible me levantó y me arrojó desde el puente hacía las rocas. No creo que tardase más de dos segundos en tocar el suelo, pero se hicieron eternos. No pude meditar, solamente grité como un loco, hasta que sentí mi cara mojada por el agua y todo se volvió obscuridad.

Desperté en mi cama, empapado de sudor, temblando. Aunque aliviado porque todo había sido una pesadilla, sentí claramente que aquello había sido algo más que un sueño aterrador. Pero a pesar de ello, no le di excesiva importancia y reanudé mi vida. Volví a mis actividades con normalidad, incluso con unas energías nuevas. Era como si aquella experiencia me hubiese enseñado que soy yo el peor de los jueces que me juzgará en la vida, y que, una vez pasado el trance de dictarme sentencia, la carga de la culpa quedaba muy aliviada. Y aquel primer día de mi nueva vida fue feliz. Una felicidad serena, consciente del daño que había causado pero aliviada de seguir vivo. Así que me obligué a mi mismo a olvidar por completo mi pecado y a esperar el castigo que me mereciera el día del juicio final. ¿Quién era yo para exigir justicia, sino un pobre pecador?

Y aquella noche me fui a dormir tranquilo, sereno. Consciente de que era aún joven y con mucha vida por delante. Pero nada más cerrar los ojos, me vi nuevamente cometiendo aquel crimen. Mi vi ejecutando aquella aberración que tanto me había torturado hasta la noche anterior. Y repetí cada gesto, cada movimiento. De tal manera que cuando el remordimiento y la desesperación se adueñaron nuevamente de mi alma, cuando el grito más terrible que alguna vez salió de mi garganta rompía el silencio de la casa, desperté para comprobar que los primeros rayos del sol se hacían presentes. En aquel preciso momento, cuando aún el sudor corría por mi rostro, cuando apenas era consciente del lugar en el que me encontraba, en ese preciso momento comprendí que el sueño del puente fue algo muy real y que aquella pesadilla se repetiría noche tras noche. ¡Ese era mi castigo, repetir hasta la eternidad mi crimen! Y lo haría de la mejor forma posible. No personándome una vez más en aquel lugar para volver a tomar aquellas equivocadas decisiones que me condujeron al terrible desenlace, ni convertido en una simple marioneta del diablo que de manera mecánica representaría una y otra vez aquella tragedia, sino que lo haría de la forma más terrible: Rememorando, segundo a segundo, todo aquel horror. ¡El demonio siempre se sale con la suya! Así que decidí buscar ayuda y nada más levantarme, corrí a la iglesia más cercana, en busca de un cura que me pudiera ayudar:

—Pero no estaba dispuesto a pasar todas las noches de mi vida como había pasado ésta última —le dije al párroco—, así que decidí venir a verlo enseguida, padre. Apenas me he vestido y he corrido por las calles del pueblo como alma que lleva el diablo, nunca mejor dicho, hasta ésta iglesia donde sabía que le encontraría. Necesito su consejo, conocedor, al ser mi confesor, como es, de mi terrible pecado.

El sacerdote, un hombre grueso y muy mayor, me miró con unos ojos claros, y no vi sorpresa en su mirada. Parecía estar esperándome, como si todo aquello que le estaba contando ya lo supiese hace tiempo. Incluso me sonrió.

—Hijo, tu pecado es terrible, no cabe duda. Tan terrible que creías que te merecías el peor de los castigos, el más severo. Y ahora que lo estás padeciendo, ¿no deberías de sentirte satisfecho? ¿Por qué te quejas y corres hasta mi como un niño asustado? ¿No buscabas redención?

Aquel hombre parecía alegrarse de mi desgracia; parecía disfrutar con ella. Pero, en el fondo, tenía razón. No estaba padeciendo nada que yo mismo no me hubiera buscado, no hubiera exigido. Aunque, tras haber pasado por aquella terrible experiencia de nuevo, había llegado a la conclusión de que nadie se merece un castigo así, ni siquiera yo.

—¡Padre, estoy arrepentido! ¡Me siento muy desgraciado por lo que he hecho, pero no sé que puedo hacer para dejar de sufrir! ¡Estoy en un profundo pozo del que nunca más saldré! ¿Cómo voy a rehacer mi vida? ¡Soy un desgraciado que no se merece ningún perdón! ¡Nunca encontraré la paz!

—¿Buscas la paz? —dijo el cura— ¿Y por qué lo haces comenzando una guerra contra ti mismo? Deberías de comenzar a pensar qué puedes hacer para arreglar todo el daño que has causado, en lugar de estar ahí, lamentándote de tu desgracia.

—Pero eso es imposible —le respondí airado—. Ya no se puede arreglar nada. Aquello que hice, hecho está y no tiene vuelta de hoja. Ni siquiera la víctima puede perdonarme, pues anulé su voluntad para siempre.

—¿Y tú puedes perdonarte?

Permanecí en silencio. Sabía perfectamente que no podía, que eso era imposible. Mi carácter y mis principios me impedían hacerlo.

—Tu castigo se basa exclusivamente en esa negativa a plantearte siquiera el que te perdones. Sé que lo ves como imposible, pero respóndeme: ¿Si fueras capaz de confirmar que tu víctima te perdona, intentarías perdonarte a ti mismo?

—Lo intentaría, padre —dije con voz cansada.

—Pues yo te perdono en su nombre y en el nombre de Dios, hijo mío. Esta noche, cuando comience tu pesadilla, aprovecha la oportunidad que tienes de estar frente a tu víctima de nuevo, y pídele ese perdón, y si en sueños te lo concede, perdónate a ti mismo. Despertarás siendo otra persona. Marcada para toda tu vida, pero con una motivación distinta a la de castigarte constantemente. Quizás prefieras devolver al mundo todo ese bien que le has quitado. Y eso compensará tu dolor. Lo hará tolerable.

Y así lo hice. Aquella noche me acosté con una idea preclara en mi mente. Y cuando desperté, justo al amanecer, lo hice llorando de felicidad. Algo había cambiado en mi interior. Me sabía autor de algo terrible, pero había comprendido que todo fue un error. Mío, pero un error. Y aunque sus consecuencias fueron trágicas e irremediables, yo había sido una herramienta del azar, la causa de mi falta de experiencia o la consecuencia del maldito porvenir; pero no era el monstruo que quería ser. Y desde el momento en que comprendí aquello, mi castigo desapareció. Llegué a la conclusión de que no necesitaba a nadie, ni siquiera a mi mismo, para ser castigado. Era consciente de mi culpa y de que no existía ninguna solución a mi error, por lo que decidí seguir adelante. Me quedaba mucha vida y todo ese tiempo lo podría aprovechar en mejorar. En mejorar mi vida. En mejorar mi mundo.