LA JARA.

Olía a jara, mi pequeño amor. Tu madre lo recuerda porque cuando se sufre a pequeñas dosis y lentamente, todo se arraiga más fuerte. Olía a jara aún con la ventanilla cerrada, aún con los gritos y los reproches. “Tan temprano y ya estamos...”, pensaba y temblaba yo con la cara pegada a la ventanilla del coche. Ni una mosca se atrevía a entrar en él. Ni en mi casa. Preferían oler a jara, cuando íbamos de amanecida a pasar un día en “familia “.

Y salíamos del coche. Y salíamos de casa. Con la lección aprendida de callar y agachar la cabeza. Rodeados de ese aroma a jara.

Algún día te llevaré a olerla. Pero no tendrás que callar. Ni agachar la cabeza.

Solo disfrutaremos juntas de la libertad de la jara.