On Tech, Feminism and Social Justice

MeToo

Apuntes sobre los desafíos de la violencia de género online inspirados por el financiamiento de Epstein a la ciencia y la tecnología.*

Por Paz Peña O.

Las vícitimas, "las que no deben ser nombradas"

Hay un elefante en la habitación. En ésta y en todas las habitaciones en Santiago o en otras ciudades de Chile y el mundo donde nos reunimos, cada tanto, a discutir sobre los diferentes matices de la violencia de género que ocurre bajo los soportes digitales. Hay un elefante invisible que apenas se deja sentir por los presentes y que con suerte nos libera espacio para nuestra presencia.

Como soy muy mala para improvisar y porque tampoco son tan comunes las oportunidades para hablar del tema y, por sobre todo, porque la fuerza de las últimas noticias demuestran elocuentemente los problemas inherentes de la industria digital dominante, quisiera tomarme unos minutos para hablarles de uno de los elefantes más importantes de la discusión mundial sobre violencia de género online.

Un elefante recorre Silicon Valley: es el fantasma de la misoginia.

En los últimos días, sendos reportajes en los medios escritos más importantes de Estados Unidos, han puesto en portada la estrecha relación que el mundo de la ciencia y la tecnología tuvo con el millonario Jeffrey Epstein.

Para las personas que no saben quién es este personaje, a mediados de este año, Epstein fue encarcelado y acusado por la fiscalía de Estados Unidos de gestionar una “vasta red” de mujeres menores de edad a las que presuntamente pagaba por servicios sexuales en sus mansiones de Manhattan y Florida. El modus operandi era que tres de sus empleados gestionaban sus encuentros sexuales con mujeres expresamente menores de edad, que provenían de hogares pobres o familias desestructuradas, las cuales eran contratadas para dar masajes pero que, pronto, terminaban siendo abusadas por Epstein y, a veces, por sus otros amigos millonarios.

Alrededor de 80 fueron los testimonios de mujeres recabados por la fiscalía. Epstein arriesgaba una pena de hasta 45 años pero, el 10 de agosto de este año, fue encontrado suicidado en su celda.

Ya en el 2008, Epstein había eludido los cargos federales por estos crímenes, gracias a un controversial acuerdo con la fiscalía, en el que aceptaba 13 meses de cárcel y ser inscrito en el registro federal de delincuentes sexuales.

Epstein financiaba de forma millonaria a científicos y centros de innovación y tecnología en Estados Unidos. De hecho, alguna vez dijo “solo tengo dos intereses: ciencia y coño” (haciendo una traducción al español castizo de science and pussy). Así, por ejemplo, era común que hiciera reuniones con científicos en su isla privada, como la que hizo sobre inteligencia artificial en el 2002.

Este financiamiento continuó en pleno 2008, cuando ya él mismo había reconocido ser un agresor sexual. Así, nos enteramos hace algunos días que el prestigioso MIT Media Lab del Instituto de Tecnología de Massachusetts, a través de su director Joi Ito, siguió recibiendo sus millonarias donaciones, con el forzado truco de hacerlas anónimas, además de invitarlo al campus (a pesar de su historial de agresor sexual) y consultarle del uso de los fondos.

Para las personas que no conocen el MIT Media Lab, recordar que es el laboratorio de diseño y nuevos medios fundado por Nicholas Negroponte, el mismo que creó luego ese programa marketinero que, entre colonialismo y tecnosolucionismo, buscaba brindar One Laptop Per Child. Para muchos el MIT Media Lab responde al brazo “académico” de Silicon Valley, que representa la denominada Tercera Cultura, la que busca juntar artistas, científicos, empresarios y políticos para crear humanidades con base científica.

Según los documentos obtenidos por el periodista del New Yorker, Ronan Farrow (sí, el mismo que destapó el escándalo de Harvey Weinstein que inició la ola #MeToo en Estados Unidos), Epstein sirvió como intermediario entre el MIT Media Lab y posibles donantes como el filántropo Bill Gates (sí, el de Microsoft) de quien aseguró USD 2 millones, y el inversor de capitales privados, Leon Black, de quien aceptó USD 5.5 millones. El esfuerzo por ocultar la identidad de Epstein era tal que Joi Ito se refería al financista como Voldemort, “el que no debe ser nombrado”.

Este escándalo en el MIT Media Lab ha llevado a que la discusión sea, increíblemente, sobre si la ciencia y la tecnología se puede o no financiar con dinero de fuentes “dudosas”. ¿Sobre las víctimas? Escuetas palabras de buena crianza. Porque de eso se trata el mundo Silicon Valley, finalmente: financiamiento por capitales de riesgo, un modelo que los centros de innovación como MIT Media Lab parecen aceptar sin chistar. El dinero al que mejor venda disrupción, innovación y todas esas cosas que se dicen en las Ted Talks.

Lawrence Lessig, amigo de Joi Ito, reconocido académico y creador de las licencias Creative Commons, escribió un largo artículo donde defiende a Ito -que alguna vez describió a Epstein diciendo que era “realmente fascinante”- diciendo que Joi Ito estaba convencido de que Epstein se había reformado y que era lo suficientemente brillante para darse cuenta de que podía perderlo todo. Más aún, Lessig supone que las donaciones de Epstein aceptadas por el MIT Media Lab no son un lavado de imagen para Epstein, pues Ito las forzó a ser anónimas. En su largo artículo no hay ninguna reflexión por las mujeres menores de edad víctimas de Epstein porque, de repente para el mundo dominante de Silicon Valley y de su brazo académico, la única víctima de Epstein es Ito.

Recuerdo haber terminado esa columna de Lessig, académico cuya obra me introdujo al mundo de la cultura libre, totalmente pasmada. Evgeny Morozov, académico e investigador, describió mejor mi sentimiento en una columna:

“No es raro que lo intelectuales sirvan como idiotas útiles para los ricos y los poderosos, pero, bajo La Tercera Cultura, esto se lee como un requisito de trabajo”.

Silicon Valey

Meredith Whittaker, científica investigadora de la Universidad de Nueva York, cofundadora y codirectora del AI Now Institute, tuiteó a propósito de esta deriva en la conversación sobre Epstein y el MIT Media Lab algo muy significativo:

“Las contorsiones mentales de los #ChicosListos oficiales de la tecnología, usando párrafos para decir lo que se podría en una sola oración: que el abuso y la exclusión de mujeres y niñas es un daño colateral aceptable en la búsqueda de la INNOVACIÓN. La crisis de diversidad en la tecnología no es una sorpresa”.

Estas simples palabra son, justamente, el elefante en Silicon Valley que todo el mundo sabe pero que siempre es doloroso y decepcionante aceptar: los cuerpos de mujeres y niñas, la integridad de sus vidas como sujetos y como parte de comunidades, no importa.

No existen, ni siquiera en una discusión que las atañe directamente como la de Epstein. No está en la ecuación de la innovación, salvo como un add-on que se baja de “la nube” y que trata de parchar errores que cuestan salud mental, vidas y hasta democracias.

¿Que el modelo del engagement ha dado pie a intervenciones dirigidas en periodo de elecciones? Ups, pues hagamos otro algoritmo que lo resuelva.

¿Que las decisiones de los sistemas de inteligencia artificial pueden perjudicar más a personas por raza y clase social? Ups, nos reuniremos en San Francisco a hacer unos principios éticos.

¿Que se han dado cuenta con el escándalo de Cambridge Analytica que explotamos sin permiso sus datos personales para venderlos a quien se nos plante y perfilarlos, clasificarlos y valorarlos sin ninguna transparencia? Ups, que ahora van a tener más botones de control de privacidad y asunto resuelto.

Los add-ons son el costo colateral con los que Silicon Valley trabaja: como Joi Ito dice en una de sus charlas Ted, en el vértigo de las tecnologías digitales del “despliega o muere” (deploy or die), no hay espacio para la reflexión crítica sobre los efectos de esas tecnologías desplegadas. Para Ito, las tecnologías digitales son la visión personal de un individuo emprendedor, aquí y ahora, no la consecuencia de una reflexión de una comunidad diversa.

Lo mismo ocurre con la violencia de género. Todos los escuetos avances que se han logrado con las plataformas son en forma de add-on.

Y QUE NO QUEDEN DUDAS. Que si hoy las grandes plataformas respondan en algo a actos de violencia de género, es solo gracias a la presión de las comunidades de feministas organizadas. Ha sido una lucha de años, de un nivel de desigualdad tremendo, con un abandono completo por parte de los Estados, para lograr que las plataformas transnacionales atiendan en un porcentaje mínimo las necesidades de las personas víctimas de nuestro continente.

Pero ocurre que, en un mundo de adds-on -donde pronto inventarán uno para saber si un donante se reformó o no de ser un predador sexual y, ¡santo remedio!– a veces el elefante enciende todas las luces y es simplemente imposible no verlo en cualquier sala.

El escándalo MIT Media Lab / Epstein que, por lo demás, será muy pronto olvidado, a, al menos, lanzado unos rayos de claridad para hacer esta pequeña presentación hoy sobre los desafíos de la violencia de género online en Chile y, me atrevo, en muchos otros países de América Latina:

  • Sí, necesitamos políticas públicas que, más allá del punitivismo penal, se conecten con la amplia agenda de derechos de las mujeres y de género para comprender mejor el fenómeno y trabajar en distintas dimensiones un problema altamente complejo, que ataca muy diversamente dependiendo del punto de vista interseccional.
  • Sí, necesitamos una mirada de derechos humanos a la violencia de genero online, tanto al comprender su daño, como al pensar en respuestas que, por ejemplo, no afecten a un vector fundamental de la libertad de expresión como es el anonimato.

Y sí, estamos en un sistema patriarcal que ya es de facto una imposición violenta, donde la “violencia de género” no es una excepción a la regla. Cómo no reconocerlo, si el caso Epstein-MIT Media Lab es una muestra más de que hay cuerpos que no importan.

Por eso hay que rescatar la potencia creativa y emancipatoria del feminismo para pensar y desarrollar una tecnología digital distinta y colectiva. No necesitamos necesariamente más mujeres, necesitamos más feminismo en la tecnología. Necesitamos una tecnología que deje de descansar, como si nada, sobre la destrucción de cuerpos que no importan, como podrían ser los de bio mujeres y niñas, queers y trans.

Escándalo tras escándalo, el poder de vender espejitos de la industria cultural de Silicon Valley es cada vez menos eficaz. En ese vacío creciente, hay una latencia que puede ser pura creatividad para construir tecnologías digitales y usos emancipatorios que, de verdad, enfrenten la misoginia y el odio con el fragor del feminismo del sur.

Muchas gracias.

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*Texto escrito a propósito del conversatorio “Violencia de género en línea: diagnóstico y desafíos”

By Paz Peña and Joana Varon

a feminist consent on the internet!

It’s strange to think that two of the most important discussions today are around the same concept: consent. In one hand, the whole #MeToo movement has helped to resurface in the public opinion an old and never overcome debate on sexual consent, and in the other, the political scandal of Facebook–Cambridge Analytica has demonstrated (again) the futile exercise to consent on the use of our data in datafied societies dominated by a handle of transnational data companies.

Nevertheless, while these two discussions are happening at the same time, bridges between them are almost nonexistent. Moreover, when we talk about our sexual practices mediated by platforms (sexting, dating apps, etc), the discussion on how these two types of consent collide and what complexities come after that are almost always ignored. For example, in the policy debate on NCII (non-consensual dissemination of intimate images), the lack of consent is either almost entirely seen as a sexual offense or as a mere problem of data protection and privacy.

In order to shed a light on the matter, we are launching today the research “Consent to our Data Bodies: Lessons from feminist theories to enforce data protection”. The goal was to explore how feminists views and theories on sexual consent can feed the data protection debate in which consent — among futile “Agree” buttons — seems to live in a void of significant meaning. Envisioned more as a critical provocation than a recipe, the study is an attempt to contribute to a debate on data protection, which seems to return over and over again to a liberal and universalizing idea of consent. This framework has already proved to be key for abusive behaviors by different powerful players, ranging from big monopolistic ICTs companies, like Facebook, to Hollywood celebrities and even religious leaders, such as the recent case of João de Deus, in Brazil.

On the other hand, feminist debates made it is clear that the liberal approach of individuals as autonomous, free and rational subjects is problematic in many ways, especially in terms of meaningful consent: this formula does not consider historical and sociological structures where consent is exercised. In this sense, a very rich question to pose for the data protection debate from a feminist perspective is “who has the ability to say no?”

In this context, Perez considers something fundamental: “it’s not just about consent or not, but fundamentally the possibility of doing so.” Also in this regard, it seems interesting to recall what Sara Ahmed (2017) says about the intersectional approach towards an impossibility of saying “no”: “The experience of being subordinate — deemed lower or of a lower rank — could be understood as being deprived of no. To be deprived of no is to be determined by another’s will”.”

If consent is a function of power, not all the players have the ability to negotiate nor to reject the conditions imposed by the Terms of Services (ToS) in platforms. In this framework, beyond “Agree” to the usage of our personal data, what most of people do is simply “Obey” the company’s will. Therefore, confronting the fantasy of digital technologies functioning as vehicles of empowerment and democracy, what we have are data societies where control is validated by a legal contract and a bright button of agreement.

The liberal framework of consent in data protection has been under scrutiny by important privacy scholars. Helen Nissenbaum asks for quitting the idea of “true” consent and, at the end, stop thinking on consent as a measure of privacy. She makes a call to drop out the simplification of online privacy and adopt a more complex context. Julie E. Cohen has a very similar approach. For her, to understand privacy simply as an individual right is a mistake:

The ability to have, maintain, and manage privacy depends heavily on the attributes of one’s social, material, and informational environment” (2012). In this way, privacy is not a thing or an abstract right, but an environmental condition that enables situated subjects to navigate within preexisting cultural and social matrices (Cohen, 2012, 2018).

From a contextual integrity framework to condition-centered frameworks, among others, the call of some of these scholars is to dismiss the liberal trap of “Notice and Consent” as a universal legitimating condition for data protection, and instead to protect privacy in the design of the platform rather than in the legal contracts.

Sadly, meanwhile legal contracts are still a mechanism for social control, privacy and feminist activists should be pushing for strong changes in both ways: design and consent in ToS. In this sense, we have sketched a “matrix of qualifiers of consent from body to data” in order to start thinking creatively and collectively ways to ensure strong and contextually meaningful data protection standards for all users.

matrix of qualifiers of consent!

The matrix shows that while some of the qualifiers are overlapping in the debates of both fields, the list of consent qualifiers present in data protection debates, such as in the European General Data Protection Regulation (GDPR), taken as a model for many privacy aware jurisdictions, falls short, disconsider some structural challenges and loosely compiles all qualifiers in one single action of clicking in a button.

What would be technical and legal alternatives if we we are up to think and design technologies that allow for tangible expression of all these qualifiers listed by feminist debates and, more important, consider that there are no universal norms if there are different conditions and power dynamics among those who consent?

We hope that the some of the finding from this research (available bellow) are just the beginning of a long and exciting feminist journey to collectively build a feminist framework for consent on the Internet. #FeministInternet

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Full version of the research “Consent to our Data Bodies: Lessons from feminist theories to enforce data protection”, produced by Coding Rights with support of Privacy International and funding from the International Development Research Center is available here: https://codingrights.org/docs/ConsentToOurDataBodies.pdf