Miguel Florian Kvarta

Estoy cansado, escalar todo un día es bastante duro. Los tiempos se alargan, el peso de transportar una mochila durante largos enteros es enorme. Cae el sol y encontrar un espacio cómodo para colocar el traste en esta verticalidad es algo reconfortante.  Aquí y allá crecen flores, extrañas flores de altura, hay vida en esta pared de granito peruana, aparte de la nuestra.

Lejanos y vertiginosos nevados nos rodean, el altímetro ronda los 5000m, pero estamos a gusto y esperanzados con el día siguiente. Rápidamente los anaranjados de la tarde y los amarillos del día se extinguen para convertirse en dulces violáceos y azules blanquecinos que tiñen las laderas cargadas de glaciares de magníficas montañas vecinas.  Por momentos el paisaje y el silencio que abruma lo es todo.  El frío avanza tan rápido como el sol desaparece, aún bulle la sangre caliente en nuestros músculos. Unas horas y la noche nos separan del día siguiente. Estamos entregados totalmente a los planes de la naturaleza, el sol al irse deja paso a la noche que lo domina todo.

La vida se traduce en espera, en las ansias por un nuevo día, en la esperanza de ver nuevamente el sol surgiendo del horizonte, pareciera como si el frío endureciera los engranajes del tiempo. Todo se detiene, todo se enfría irremediablemente, todo muere.

Cada hora la daga del frío vuelve a atacar, buscamos la manera de calentarnos haciendo movimientos rápidos, intentamos dormir sobre el equipo de escalada que parece nos aisla bastante bien. El padecimiento es insignificante comparado con el cielo cubierto de miles de estrellas y sus colores que dibujan el perfil de hermosas montañas.

Por la madrugada la ansiedad por sentir el calor del sol es enorme, no concebimos que el día  que comienza no nos traiga de regreso el sol. Se nos revela en forma descomunal la importancia que tiene el sol para la vida, casi como una enseñanza ancestral, volamos millones de años con nuestras mentes hasta aquellas primeras culturas. Las primeras luces, el primer rayo que pega de lleno en nuestros ojos es algo maravilloso, un verdadero regalo de la naturaleza. Amanece, comienza la vida, un paisaje increíble nos rodea, la cordillera blanca, la selva peruana, cientos de metros de granito vertical nos separan del piso y nosotros sin posibilidad de desayunar ya estamos acomodando el equipo en los portamateriales.

De repente estoy de pie en medio de un desierto helado, hoy luce calmo, el sol se refleja en las pequeñas ondulaciones talladas por el viento, que hasta hace muy poco dominó este lugar.

Todo es blanco y plano hasta donde da la vista, lejanas y blancas montañas quiebran la monotonía surgiendo de este océano, ellas parecen inaccesibles, se ven totalmente sumergidas en nieve y glaciares que cuelgan de sus laderas, no siento admiración, ni asombro, solo me intriga el misterio de esta inhóspita belleza. El más absoluto silencio me rodea, invado con mis pisadas un mundo etéreo, solo el ahogado sonido de los pies hundiéndose en la nieve, solo la agitada respiración en medio de una planicie blanca que se pierde en el horizonte.

Un atardecer de dorados sobre vertiginosas cumbres, el sol al cual ya no esperaba volver a sentir, vuelve a asomarse, un nuevo amanecer, un horizonte vertical deja pasar los rayos del sol que corren raudos sobre la tierra y me vuelven a iluminar, por instantes voy caminando, siguiendo el avance de esta línea de tiempo que separa la realidad de los sueños.

Una silueta de picos y pendientes abruptas se va dibujando lentamente en nuestro horizonte, encima el cielo azul, surcado por algún que otro rayo de sol que se niega a desaparecer. Son estos rayos que se mezclan con vaporosas nubes y que vienen de un lejano valle, los que parecen encender de fulgor los filos, collados y cumbres de las montañas. Más allá de la batalla planteada en las cumbres entre el día que fue y la noche que será, todo está sumido en una fría y dulce paz.  Lejanos retumban sordos derrumbes que se confunden con el lento murmullo de un arroyo cercano. El viento que hasta hace poco reinó azotando los árboles, se ha dormido, dejando a su paso una estela helada y apacible. Mientras, ya se escucha el siseo de los calentadores preparando la cena. La estela vaporosa que rodea la cumbre del Fitz Roy desaparece de a ratos y los aficionados salen con sus cámaras tratando de captar su milenaria belleza, su misterio ancestral y su espíritu indomable en un trozo de fría gelatina.

Camino, camino y camino, buscando senderos que nunca existieron, trazados en unos infames océanos de rocas apiladas, el calzado desolla los pies durante el día y una sed incontenible me aqueja, varias veces me pregunté quién me mandó estar aquí, el sol me calcina y estoy tan lejos de todo y de todos, tan cerca de la nada que tranquilamente puedo estar loco, sin embargo de vez en cuando sigo volviendo, nadie sabe muy bien porqué, ni a donde, ni yo mismo lo sé, a veces creo saberlo pero se me va olvidando muy fácilmente.

Voy caminando en soledad por senderos de silencio y naturaleza, sin ninguna preocupación,  sin nada en la mente, sin nadie en kilómetros, miro, siento, escucho y fundamentalmente vivo…

Aquí no hay huellas, no hay caminos, no hay sendas, solo sigo mi instinto, es extraño, tal vez sea la primera persona que pisa este lugar, me siento absolutamente libre, voy descubriendo bellos rincones a cada paso.  Estoy dentro de un bosque de lengas, el que antes fue un antiguo reino de rocas y glaciares hoy ha ido lentamente dejado paso, a los árboles, a los pájaros, a la vida.

Mientras camino me voy hundiendo hasta las pantorrillas en un colchón de hojas secas y restos de antiguos árboles muertos que se apilan unos sobre otros caóticos, sus troncos los ha ido diluyendo el tiempo, nadie retira leña de este lugar tan alejado, no hay senderos y  la madera  lentamente se va integrando a la tierra en paz.

Sobre mi cabeza la copa de los árboles se mueven acompasadamente por el viento, que nunca falta en este lugar. El silencio es intenso, pero de vez en cuando oigo el susurro de algún arroyo, el agua es fría y pura como el cristal, nace de pequeños  glaciares y acumulaciones de nieve en las laderas y  va  bajando, dorada por los rayos del sol, metiéndose entre las rocas, recolectando minerales,  para surgir aquí entre helechos y musgos.

 Veo cerca mío un extraño pájaro, es un Chucao, son de esos pájaros que les gusta más caminar que volar, al lado del agua busca algo, corre piedras mojadas con sus patas, de vez en cuando me observa, estoy  tan cerca que puedo tocarlo, a él no le importa para nada mi presencia, no soy nada para él, sin embargo para mí él es mucho más que un simple pájaro. Largo tiempo permanecí así en ese dialogo profundo, silencioso y ancestral, y sin mediar palabra fui comprendiendo quien era él y quien era yo. Claro que aquel pájaro seguramente ya lo sabría.  No hay forma de atrapar esos suspiros de naturaleza en una fotografía, solo caben dentro del corazón.

Una pareja de cóndores dibujan bellos rizos de libertad sobre el eterno azul de los glaciares, detrás de ellos y como dentro de un sueño etéreo veo las nubes y el granito de esbeltas agujas vestidos de blanco, sueños de un pibe que aún vive dentro mío. Líquenes sobre las rocas, pisadas abstractas que ha dejado el tiempo a su paso en un delgado filo de rocas milenarias.

Se oye un sordo golpeteo, un ritmo hueco, me arrimo con  cuidado y me siento entre los ñires, es una pareja de carpinteros, el de cabeza colorada, algo pensativo y atento se oculta detrás de un tronco y se asoma de a ratos, espiándome, haciendo guardia, ella es negra como el carbón, risueña y totalmente loca, con su pico va dando golpes en el tronco, mientras en una lengua desconocida, parece irle dando instrucciones a su compañero.

Un silencio de paz luego de una gran batalla natural, el estruendo del viento en la oscuridad más absoluta, millones de estrellas, colores de una noche fría, lejana y la felicidad de sentir correr estas montañas por las venas. La lluvia, la más penetrante, esa que te lleva el agua hasta los dedos de los pies. La tibia calidez del sol iluminando los árboles mojados por la mañana, mientras se escurren los mates entre las manos de un amigo.

La montaña es un mundo que está más allá de la contemplación de bellos paisajes, es un mundo de sentimientos ligados a la esencia del ser humano que cada uno llevamos dentro y que muy pocas veces dejamos salir. Sensaciones profundas, emociones clavadas a fondo en el corazón, ese misterio de lo desconocido, esas ansias por descubrir, esa responsabilidad de saberse solo, un mundo donde los ojos ríen y los sentimientos abruman. Las montañas están plenas de pequeños momentos, instantes tan sutiles como llenos de grandes sensaciones que forjan el espíritu y abrazan de calidez al corazón del ser humano.

El esfuerzo de uno no es nada comparado con la belleza de glaciares, esbeltas montañas, bosques y paredes nevadas, ni siquiera el frío, ni la incertidumbre, ni la ansiedad de los días de espera, ni la escalada misma, ni la cumbre de ese sueño. Tal vez nada de eso sea montaña, tal vez sólo sean excusas para llegar a ver esos cóndores, esas aves, para ver una luna inmensa dormirse sobre la cumbre del Torre al amanecer. Para oír el viento de la noche sobre los árboles, para sentir la inmensidad de espacios que otras veces fueron furia de tormenta y hoy son paz y quietud de frio granito y blanca soledad.  Para ver una sola magnifica hora de sol en cientos de horas de lluvia. Ser parte de una hermandad, con aquellos que aman las mismas cosas, los mismos atardeceres, la misma incertidumbre y la misma soledad. Para sentir con el corazón, con el alma, para ser humano, para ser parte de esta naturaleza, que a veces asusta pero también regocija.

En las rocas hay huellas, marcas dejadas por el hielo de enormes glaciares que inundaron estos valles hace miles de años, estos montones de rocas son testigos de su antiguo avance y retroceso,  ellas hablan por sí mismas, es fácil imaginar viejos glaciares que alguna vez estuvieron en este mismo lugar, donde hoy estoy parado, cientos de metros sobre mi cabeza, puedo imaginarlos, inundando todo este valle, con la enorme fuerza para mover millones de toneladas de rocas, para tallar valles y desnudar esbeltas montañas, aún hoy se conservan esas marcas que el tiempo no ha podido borrar.

Voy buscando recuerdos de los antepasados que llevo dentro, olas en el océano del tiempo, ellas llegan hasta mí, hasta tocar mis pies, hasta llenar mis pulmones de soledad y naturaleza.

De a ratos hay algo de calma y puedo ver más allá de mis pies, aprovecho para buscar esas heridas en el glaciar que a veces son enormes, un amigo me acompaña, también pendiendo de un mismo hilo, compartiendo esta misma vida, el viento arremolina la nieve y me aplasta contra el piso de a ratos, a veces me toca nadar en la nieve que me llega hasta la cintura, abrir huella, de repente presiento un inquietante vacío en los pies, me doy vuelta para hallar calma en los ojos de mi amigo que aunque no puedo ver se que está ahí, manteniendo tensa una cuerda que se desvanece en un mundo blanco de locura.